Unos pibes que saltan // Lucas Paulinovich
-->
Fotografía: Florencia Vizzi |
Los pibes saltan, se besan, juegan alegres.
Pero con una alegría que no es la que repite la televisión, se titula en los
libros o se dicta y reclama desde los diarios. Se ríen por estar bailando todos
juntos. La previa en la plaza es eso: una recreación colectiva, una ocupación
del espacio para la producción de algo que ninguno podría definir. Es estar ahí
compartiendo el mate, paseando entre los grupos, las columnas, las banderas,
los carteles, los pibitos que corren, las intervenciones, o quedarse sentados
en el pasto o enfilados desde temprano en la calle. La marcha se hace de
pequeñas caminatas durante todo el día. Incluso antes: las semanas previas al
24 son un caminar organizativo, una expectativa que se hace de pasos más
acelerados e intensos que los de la militancia cotidiana.
“Los
argentinos no hemos procesado lo que pasó en la dictadura porque la política
metió mucho la cola”. Eso lo dijo el secretario de Derechos Humanos en la misma
semana del 24. Claudio Avruj también habló de los 30 mil desaparecidos como una
construcción simbólica. Mientras en todo el país las marchas se iban moviendo,
los diputados de Cambiemos colgaron en las redes sociales una foto con carteles
que decían que los derechos humanos no son un negocio y no tienen dueño.
Congelados, esos cuerpos serios y formados no hacen propia la fecha, aclaran
que no es suya la causa. No perciben esos derechos humanos corporalmente: la
dimensión que les preocupa es estadística. A diferencia de la asimilación
física, vívida, carnal, de los que salen a marchar, para ellos los derechos
humanos son una preocupación de gestión. La última dictadura no es un período
que hace –con el que elaboran y reconfiguran- sus propias biografías. Llegado
el caso, es una etapa de la historia que los envuelve en la faz más terrible y
cruel de sus propias tradiciones y trayectorias. Los apellidos de los
fotografiados son una confesión inadmisible.
Hay que
sacar a la política del plano de la inmanencia, quitarle los rastros humanos a
esas caras solemnes y retiradas. Son los solicitantes y únicos especialistas
del procesamiento de los derechos humanos, la tramitación como un legajo entre
las temáticas a resolver con gestión. Ahora nos avisan que la violencia –de
unos y de otros- es lo que impidió la resolución sintética y eficiente de los
conflictos, la imposibilidad de una estabilidad de cálculos ordenados. Los
derechos humanos son presente hueco, entonces, porque el pasado acarrea una
densidad humana que no sirve para la facilitación normalizadora, una
reconciliación que selle un orden absuelto de intensidades conflictivas.
Hay una
gran cantidad de adolescentes, pibes que no pasan de veinte años. La columna de
los estudiantes secundarios es efervescencia de cantitos y saltos y agites
sobre agites. Los pibes festejan andar por las calles, gritar el nombre de los
compañeros que conocieron a través de historias familiares, libros leídos,
contactos militantes, charlas interminables con los otros, pero que sienten
parte de una misma lucha. En ese punto se dan los nudos entre generaciones que
después permiten hablar de diferencias, alternancias y trasvasamiento en una
historia compartida.
Para los
hijos tardíos, hijos de los hijos, nietos y bisnietos de las Madres y Abuelas,
la marcha del 24 es ante todo posibilidad de creación: con ella se estiran los
contornos de lo pensable-sentible respecto de los setentas. Están ahí en
contacto, nutriendo una cercanía re-creativa: reelaboran la memoria como un
acto de recordación, pero también –y fundamentalmente– como la invención de un
futuro posible sobre esas sensibilidades despiertas. Esa politización visceral
y deseante se reconoce en otras prácticas, otros vocabularios, otras
formas de percibir y actuar. Sus horizontes políticos son impredecibles y, por
lo tanto, inquietantes.
La
concurrencia es heterogénea y cada uno le da su tono y matiz: hay muchas formas
de moverse y estar ahí. La novedad de HIJOS en los noventa revitalizando el
movimiento de derechos humanos y aportando otros registros de acción e
interacción, ahora tiene una expresión inesperada e incapturable, la aparición
de esa generación de pibes que vienen con historias militantes forjadas y con
una bronca hacia las obediencias debidas y los puntos finales que parece vivida
como negación de la recurrencia del pasado. Son los desobedientes que activaron
sus vitalidades con expansión de derechos y énfasis desafiante, los que
inquietan con el caos, la desidia, la desprolijidad y la pésima eficiencia que
le tiran arriba a lo público.
“Nunca
más a la interrupción del orden democrático”. El Nunca Más no está en el
registro formativo del Pro: no son los cuerpos los que no deben eliminarse; lo
político son las normas republicanas que dejan afuera a los indóciles. En todo
caso, es un “No demasiado” o un “No tan así”. En Cambiemos confluyen las
vertientes negacionistas fuertemente ligadas a los represores por vínculos
familiares, afectivos y de intereses, y los negociacionistas que establecieron
un orden democrático sustentado en el indulto y el olvido, el terror
paralizante, el despojo de los ánimos para fijar toda institucionalidad.
Realzan el carácter universal y la verdad completa como una provocación pero
también como el trabajo prolijo en la manufactura de otro relato histórico que
intervenga sobre el presente. Apellidos de la dictadura junto con apellidos de
perdonadores y cómplices: los vástagos del Proceso se arman de nuevas técnicas,
saberes y discursos para la cancelación de su deuda. Otra vez, lo privado se
hace público: vuelcan sobre lasociedad-víctima el espanto ante una propuesta de mundo
que los incomodó y ante la que reaccionaron de forma asesina sistematizando el
exterminio de una generación.
Saliendo del Monumento, enfrente de la
Iglesia, una murga termina la jornada. Son imágenes de festividad en una
conmemoración signada por el terror. Se venden todavía tortas asadas, panes
rellenos, bebidas. Suenan bombos y platillos, los últimos cantitos que
acompañan a los grupos que se dispersan. En la plaza se hacen rejuntes y arman
una ronda alrededor de los murgueros. Las paredes del pasaje, al igual que el
piso de la plaza, quedaron firmadas por los que pasaron. Huellas de la memoria
que asoma: los nombres de los desaparecidos de la dictadura junto a los nombres
de los desaparecidos del presente. Hay demandas entrecruzadas, el pasado
inscripto y circulando. Los cuerpos desinhibidos de la murga saltan celebrando
la indocilidad, una acción de vida frente al horror de la muerte. La memoria se
convierte en materia vivida de la historia, se reformula y también se amucha en
la unión de esos cuerpos.
—¿Cuántos seremos?
—¿Qué importa? Esto es
emocionante.
En la plaza hay un murmullo que disipa los elogios
al sintetismo y el vacío. Tampoco hace falta apabullar con explicaciones. Los
medios reconvertidos en agencias de publicidad no pueden llegar a arruinarlo y
se dedican a buscar la forma para vender mejor los paquetes de medidas que como
castigos se aplican con cada boletín oficial. El sinceramiento afectó cuerpos y
biografías, perturbó la vida cotidiana de los miles que integraban esa columna
sin fin que entraba al Monumento sin haberse desplegado del todo. Esa paciencia
es, en definitiva, una respuesta sentida ante los cinismos del no-me-importa con que se politiza desde la
antipolítica. Es otro el hartazgo que se esparce y hace mover también a la
ciudad de los espectadores.
El 24
surge como cristalización de las tensiones políticas del momento, un agudo
termómetro de humores y urgencias. La marcha es pacífica: de alianzas y
acompañamientos. Están accionadas y visibles las estrategias de cuidado mutuo
que desmienten las demonizaciones tramadas contra la protesta social: siempre
estará el testimonio del vecino que se queja de los petardos y los fuegos
artificiales, el chofer y las calles cortadas, las paseadoras y la mugre que
queda. La demanda exhibida como problema y bardo se reconvierte en una
procesión diversa y vibrante. Por un día la maquinaria de terror social -el
tendido del terrorismo ciudadano, esas sensibilidades hastiadas e irritadas que
son base subjetiva del proyecto modernizador- se interrumpe y la ciudad se
inunda de otro clima. La elite de Cambiemos no tiene incentivos para invertir en
salud, educación y bienestar para las mayorías. Cada vez son más los que sobran
y el objetivo es que cada vez sean menos. El sobrante no tiene derecho de
inversión. La desintegración de los valores de democracia, libertad y derechos
humanos para disolverlos en mallas de cálculos algorítmicos, no puede filtrar
ese organismo inmenso que atraviesa la ciudad.
Los
pibes bailan sin saber que son peligrosos. Actúan, mueven los brazos, sacuden
las piernas, se quedan clavados y vuelven a saltar más alto y a revolear más
rápido brazos y piernas. Si el imperativo es la pasividad, esos pibes la están
pudriendo. Sobre ellos -sobre esos gestos y actitudes- recaen todas las
miradas. Ahora son miradas involucradas con sus saltos y revoleos. No tienen el
miedo de los que miran para señalar, se pliegan sobre ellos mismos,
personalizan lo social y se concentran en la amenaza y la penalidad. Para el
hacer está la repetición modélica. El privilegio del innovador queda
circunscripto a un marco de condiciones. Hay protocolos para la acción y la
protesta. La danza desvertebrada de la murga rompe. Los pibes con sus trajes
coloridos desoyen los órdenes de las modas y los desplazamientos, se aproximan,
simulan darse patadas y codazos al ritmo de las percusiones y vientos, se rozan
y hacen un acto de estar-ahí juntos.
Son
vitalismos desde abajo que saltan a la superficie e interpelan a la política de
partidos e instituciones. No es solo haber sobrevivido y seguir sobreviviendo,
los pibes saltan y también se dan su vida, una vida buena. No es un pedido
restringido a las necesidades básicas: asumen con el cuerpo sus derechos y los
expresan de una forman tan enérgica que los demás miran y aplauden. Esos pibes
que pueden hablar de ocio, de espacios y abismos, de tiempos muertos,
abundancias, goces y bajones. No están dispuestos a resignar esa riqueza
existencial. La resistencia es también habitar otros espacios y tiempos.
Los
pibes se abrazan en un parate. Alrededor, también hay abrazos y saludos
finales. Todos se van yendo, se disgregan y, sin embargo, el Monumento no parece
quedar vacío. Es como un agujero donde el dolor alcanza un punto de invención
que se abre en otras posibilidades. Los reformadores de códigos proponen una
adecuación normativa, la recomposición de estructuras operativas, modernización
tecnológica y actualización logística. Hay que prevenir, acondicionar para el
nuevo escenario y sanear el “despropósito normativo” que permitió la
democracia: legitimar desde los marcos regulatorios las actuaciones fuera de la
ley e impedir las “evaluaciones de lesa humanidad” que se hacen desde la
Justicia para llevar adelante juicios contra los represores. Pero esos pibes no
se quedan quietos, la memoria es un cuerpo que los baila.
[fuente: http://agenciasincerco.com.ar]