Un pliegue a considerar // Diego Sztulwark


(Notas sobre Yo ya no, Horacio González: el don de la amistad
de María Pía López)



1.
¿Cómo piensa González? ¿Cómo apropiarse de un pensamiento a la vez proliferante y elusivo a toda síntesis o estructura fija? La pregunta estaba ya en el aire. María Pía López la lanza y comienza a responderla arrimando los primeros conceptos de una teorización en el plano del método. Hay un “método González”. Un antimétodo. Un modo libertario y generoso de dar clase y de escribir. De conducir instituciones y de ofrecer la palabra pública. González ha dejado de ser un personaje de reducto: dirigió la Biblioteca Nacional, fundó el grupo de intelectuales kirchneristas Carta Abierta y comenzó a aparecer en los grandes medios de comunicación. Este libro-hojaldre, bellísimo, ejercita ideas sobre González desde un ángulo particular: una amistad de dos décadas, una larga conversación que ha atravesado diferentes períodos. González para pensar una época. Y una vida: la de la propia autora.

El pretendido “método González” fue captado por María Pía entre salas de terapia intensiva de dos hospitales: Trenquelauquen y Buenos Aires. La escritura como practica existencial le permitió reunir fuerzas en los peores momentos. Socióloga, ensayista, docente, directora del Museo de la lengua y luego novelista, compartió con González primero la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y la revista El Ojo Mocho, y después la gestión de la Biblioteca Nacional y la militancia en Carta Abierta. Además de cada uno de los libros escritos desde mediados de los 90.

Pia capta la cuestión del barroco de González, lugar común y objeto de una crítica perezosa entre lectores dóciles al ideal de la transparencia comunicativa: “¿Por qué tanta vuelta?”. Sus habituales detractores –sobre todo en la universidad- perciben en él un estilo encubridor y carente de rigor: populismo, ensayo y literatura como lo opuesto a la investigación científica formalizada. Algunas izquierdas pueden ser mas positivistas que las derechas. 

No. Ni confusión mental ni voltereta retórica, el barroco gonzaliano -dice Pia- es precioso movimiento de un pensamiento. Alcanza con prestarle debida atención –es decir, hacerle las preguntas adecuadas- para que su riqueza -fluyente- aparezca y fascine. ¿Por qué  González habla -y escribe- como habla? ¿Por qué todo el tiempo está desplazando lo que acaba de afirmar? Lo primero: González se edita mientras piensa, porque su lenguaje es ya un pensamiento practico sobre el lenguaje. Lo segundo: en cada desplazamiento se abre un cauce inesperado para el pensamiento. Es una cuestión de intensidades. El movimiento de las ideas es un vaivén que busca dónde y cómo producir un desvío, abrir un camino. Nuevos cursos, nuevas conexiones. Pía llama “pliegue” a esta operación del pensamiento. El pliegue es un tipo de doblez que crea una diferencia sin desestimar la materia inicial, el punto de partida, el tronco del cual deriva. La diferencia se crea por pliegues más que por rupturas. Se puede oír ecos José Carlos Mariátegui: la creación como acto que sea apropia de -y reaviva- un modo nuevo de la tradición. Y de Gilles Deleuze: “pliegue” y “barroco” son imágenes que captan el movimiento “aberrante” –como escribe David Lapujade- de la diferencia diferenciante. Establecen un lógica de la inmanencia. 

El “método González” no es estrictamente sociológico. Es mas bien detonante. Provoca el estallido de todo compartimento estanco, pone a todas las facultades en estado de asamblea constituyente de los conocimientos. Para encontrar su núcleo “racional” (aquello que trabaja mas allá de las formas, eso que los hegelianos de “izquierda” procuraban rescatar del conservador sistema filosófico de su maestro) hay que dirigirse al mundo de la lengua, que es –ostensiblemente- lo que le interesa a la autora. No para validar o presentar un nuevo saber sobre el ser que habla, sino para mostrar que se juega en el lenguaje el modo mismo en que tratamos cualquier realidad. No es que González no sea sociólogo, sino que lo es a partir de una reflexión epistemológica que hunde sus raíces en la investigación literaria. Ese universo que, como recuerda Piglia es “una sociedad sin estado” que intenta cuestionar los modos dominantes de pensar. 

González vive en un mundo propio, tomado involuntariamente por una meditación moral sobre el tratamiento que merecen las cosas (cada cosa, cada vida). Evaluación sin juicio sentencioso. Una vía González de hacerse “molecular”. De captar cada existencia como el curso de una singularidad. Sin convertirse en una versión de Deleuze y Guattari. que desconfiaban del lenguaje y lo usaban para descubrir maquinismos de otro orden. Esas máquinas en González están ya tomadas por una lógica capitalista, aniquilando la diferencia y la literatura, esterilizando la historia, obturando el juego del pliegue. En González, según se entrevé en el libro de María Pía, el lenguaje es la guerra. Porque es en él que abrimos –o no- una experiencia multiforme del tiempo. El “método-González” es reconsiderativo, deconstructivo, piadoso. Y antidespreciativo.

La diferencia, en González, no es invención pura, creacionismo virtuoso, ni novedad que divide la historia en dos. El ser se singulariza por vías más trabajosas, menos nítida. Procede por ahuecamiento de viejas palabras y elusión de nombres demasiado establecidos. González, explica López, se interna en el mito (Perón, peronismo; Kirchner; Nación, Argentina; cristianismo) para intentar trastocarlo desde dentro. La razón no es lo otro del mito (González no es Beatriz Sarlo), sino su operador interno. El mito es fuente tanto como forma, anima tanto como fija y detiene. Y no hay como imaginar una transición material humana a otra cosa sin revisar estas formas espirituales colectivas.

Esta presencia central y este modo de asumir la relación con el mito determina la obra (los libros) y la militancia de González (su origen en el trotskismo, su posterior nacionalización en grupos universitarios, su paso por Montoneros, su participación en la JP Lealtad, su kirchnerismo). Un estar dentro y contra; interno y disconforme. Miembro díscolo, cuestionador del lugar de su propia adscripción,  favorable a la creación de nuevos matices y a la comprensión de otros puntos de vista (su borgismo), siempre en estado de corrimiento sutil.

Sin decirlo, Pía reencuentra en este método del plegado-González su propia investigación sobre el vitalismo bergsoniano (su tesis doctoral). Y aún mas lejanas -y constituyentes- sus lecturas de Merleau Ponty, su filósofo preferido. La dimensión militante de González -elogia Pía-, su “tenacidad”, aparece sobre todo cuando ya retirado de la Biblioteca Nacional -salud severamente disminuida y en estado de ofensa moral ante las políticas macristas- lee las páginas de Lo visible y lo invisible, lo último de Merleau, para pensar –con la figura del “quiasmo”, de nuevo el pliegue- las formas de conversión del peronismo, su macrización. El quiasmo es un modo esencial del pliegue y de lo “abigarrado” que permite pensar las zonas en las que dimensiones diferentes se entrecruzan. Con esa noción Merleau Ponty captaba el elemento de la carne como un sistema de plegados que daban origen a la percepción y al pensamiento, y permitían refutar a Descartes, que pensaba el cuerpo como representación.  

Lo que Pia llama “método” es un puñado de rasgos “gonzalianos” (modos de pensar, modos de existir), nacidos al fragor de la tarea inmensa que supone afrontar la presencia problemática del mito (pensado a partir de Barthes, Levi-Strauss, Sorel o Cooke) a partir de la constitución de una dialéctica abierta –la influencia de Merleau Ponty es enorme. 

2.
En cada capítulo del trayecto de González (el militante, el exiliado, el profesor, el funcionario, el convaleciente, el escritor de novelas) Pía registra un incesante trasiego (llevar y traer, revolver). Dando clases, editando revistas, animando asambleas, formando comunidades, González se convierte –en virtud de ese trascegar-, para Pia, en un individuo especial –“la mente más poderosa entre sus contemporáneos”. A su través, la época misma se vuelve -para ella- legible. De ahí la importancia –no meramente anecdótica, pero muy bien narrada con anécdotas- de esos veinte años de conversación.

No es necesario que el lector empatice con los acontecimientos histórico-políticos que envolvieron –o arrastraron, o enamoraron- a González y a López. Escribir sobre González es ante todo una forma de agradecimiento. Y el libro se ocupa de hacer notar estas circunstancias. En pleno kirchnerismo, la conversación política entre Pía y González tiene rasgos de entusiasmo vital tanto como de padecimiento intelectual (en el balance prima lo primero). Las décadas en cuestión quedan subdivididas en dos períodos. El primero sería el de los años noventa: década larga, o incluso larguísima; años en los que González, alejado del peronismo menemizado, se consagra como creador de tribus. Inicia una conversación intensa con los miembros de la revista Contorno –David Viñas, León Rozitchner, Carlos Correa-, resiste la profesionalización académica, apuesta fuertemente por una escritura y una enseñanza libertaria, horizontal, plagada de ejercicios lúdicos y de imaginación. Son los años de la secuencia Frente Grande-Frepaso-Alianza, que  González vive más vinculado con Pino Solanas-Alcira Argumedo que con su compañero de la revista Unidos, Chacho Álvarez. Ese vínculo se romperá luego, con el kirchnerismo.

El otro período se inicia con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno.  Son los años de la Biblioteca Nacional, de Carta Abierta y del Museo de la Lengua. El de González como “funcionario-libertario”, con dotes inesperados para la conducción política e institucional (evidenciando, quizás, que la UBA desperdició la oportunidad de tener un gran rector), como fundador del colectivo político Carta Abierta, oasis en el desierto para un oficialismo más bien pobre en textos y que sufría una derrota frente a los dueños de la tierra. Su grandeza –la de González- en estos años fue -nuevamente- su disconformidad, su modo de no despreciar.

Fue leal con un gobierno del que participó con conciencia de sus evidentes limitaciones –la falta de transformaciones de peso en la estructura productiva, de democratización de estructuras sindicales, de revisiones creativas en el plano del desarrollo, de la ciencia y la universidad-, justificado por la coyuntura pero sobre todo porque confió –seguramente- en su capacidad –propia y colectiva- para poner en marcha una autonomía intelectual y moral. No es una cuestión menor. Y quizás sea ese el tema que realmente interesa a González desde sus escritos de inicios de los años setenta -en los que introducía a Gramsci para pensar los difíciles dilemas de la izquierda peronista. Las formas mas apropiadas de combinar en cada momento autonomía y coyuntura. Lo que se corrobora con la constante mención –mención de peso, no la utilitaria- de David Viñas y de León Rozitchner, siempre críticos y enfrentados al Estado. Coyuntura y crítica en una tensión continua en la que ninguna logra acallar a la otra. En una entrevista reciente Cristina recordó una discusión en la televisión con Viñas. Viñas, desconfiando del político que no incluye en su elaboración el trabajo de la crítica. Cristina recordándole a Viñas que ella era una política y su tarea era construir esperanza. En González esta tensión subsiste sin estabilizarse del todo (lo que lo vuelve un interlocutor insuperable, un conversador igualmente sugerente para los mas críticos y para los militantes mas coyunturalistas). Es el método del no desprecio.

María Pía recuerda un artículo polémico en el cual Ricardo Foster, miembro del mismo colectivo -Carta Abierta- defendía la decisión política de la presidenta, que había designado al general Milani como Jefe de las Fuerzas Armadas, militar acusado de participar de casos de terrorismo de Estado.  Y lo hacía argumentando contra las posiciones de los Horacios (González, a quien trataba como intelectual no político; y Verbitsky, a quien refería como miembro de una ONG) que habían pedido en público su renuncia. La pregunta de la autora –que no se muestra segura de la respuesta- es sobre lo que hace que personas igualmente comprometidas con un proyecto asuman en determinadas circunstancias posiciones tan divergentes. Es su modo de decir, tomando partido, que no se le escapa la importancia de los modos mismos en que se participa de un fenómeno histórico. 

Nietzsche no sólo declaró que Dios había muerto, sino que se interesó por qué tipo de muerte habría tenido. En el fondo la cuestión era: ¿qué quiere decir la muerte de Dios? ¿cómo ha muerto y qué ha pasado con su lugar, sus restos, sus pertenencias? González parece, por momentos, preguntar del mismo modo. ¿Cuándo y cómo será la aplazada muerte del peronismo, y cómo llevar lo mejor de su historia hacia zonas mas libertarias de la política? Nietzsche con Cooke (conexión posible para el modo de conectar nombres de González). El kirchnerismo como “diferencia” –es un poco lo que dicen las Cartas Abiertas- es la puesta en practica de su método del plegado. Se es kirchnerista –parece sucederle a González, tal vez a la autora- con alegría y a la vez con fastidio (¡González no canta la marchita! Y sufre con la mención de “papa peronista”). Como quien está dispuesto a acompañar una muerte que no lo deja indiferente y permanece a la espera de una transfiguración. No se asume esa posición sin hacer una crítica a la izquierda que emplea de modo puro ese nombre por su indiferencia a este proceso para él fundamental. A esta transfiguración, que en Cooke era forzada por la experiencia obrera y en González es un deseo de desborde de los elementos libertarios del mundo popular por sobre los oportunistas, la llama “frentismo político social”, y la imagina como un dialogo -y un tránsito- con –y hacia- la izquierda, pero una izquierda que tampoco preexiste al proceso.

En el corazón del asunto late la experiencia de la izquierda peronista, nombrada una sola vez en el libro, aunque pensada en cada página. En torno a ella juegan los nombres del pasado y sus elusiones, la operación de desplazamiento interna al mito y el secreto de esa dialéctica abierta que se asoció al kirchnerismo y ahora en la actualidad se ofusca, luctuosa. Sin aquel dramatismo, y ya en un contexto demasiado diferente, la izquierda en la que piensa el libro -la que se conmovió y lloró con el kirchnerismo-  sigue empeñada en despejar el intríngulis del todo y la parte, en el que se acepta parte de lo que se rechaza, porque al mismo tiempo se rechaza lo que parcialmente se acepta. La parte acepta la totalidad del movimiento que la subordina y al que rechaza en lo que tiene de conformismo actual, porque se siente reivindicada, se le reconoce un lugar y se le propone un proceso aún abierto.  ¿Sigue siendo el peronismo el espacio de esa dialéctica? ¿Cómo pensar la política cuando la respuesta es, como recordaba recientemente Eduardo Grüner, “no positiva”?

El libro dice algo al respecto: hubo -durante el kirchnerismo- una disputa por el corazón de “las masas”. Las izquierdas que tuvieron sus razones para no entrar en esa disputa de la mano del kirchnerismo son percibidas como incapaces de operar dentro del mito, para desbordarlo, por razones de tipo racionalistas: sólo tiene la razón –desde el punto de vista del libro- de modo abstracto, nunca de modo efectivo. Se estaría señalando un déficit de historicidad. No habrían razones políticas mas allá de las que las coyunturas provee. Por lo que su modo de tener razón –su insistencia en discutir el capitalismo como tal- se despegaría de la exigencia izquierdista fundamental: que lo real sólo se transforma como praxis, y no meramente a partir de postulados o ideas-esencias, substraídas al mundo de la contradicción. La discusión permanece abierta. Entre otras cosas, porque una crítica de izquierda del tipo de la que practicaba León Rozitchner (no menos partidario de una dialéctica abierta de lo concreto, ni menos lector de Merleau Ponty) era capaz de formular –siguiendo la huella de la Revolución Cubana-su crítica a una izquierda abstracta y a la vez a una peronista sin caer en las abstracciones señaladas. ¿Discutir qué? El problema de la elusión del doble escenario simultáneo en que se juega la transformación. Uno objetivo –en donde el cambio material es esencial e inaplazable, para que la política no se vuelva una trampa,  y otro subjetivo –la materialidad de lo que llamaríamos hoy el poder de las micropolíticas neoliberales.

3.
Siempre podemos intentar hablar desde ese tipo extraño de autoridad que otorga todo fracaso (Piglia). Los movimientos que se activaron en 2001 no registraron cabalmente a una parte nada desdeñable de la sociedad que deseaba el orden, y no atinaron a pensar formas de síntesis políticas para evitar el bloqueo del nuevo protagonismo social que crecía desde los barrios. Ese deseo formaba parte de la coyuntura de la crisis, y fue el soporte de lo que vino después. Con Duhalde y después de él. La parte de la izquierda que participó del kirchnerismo en el poder desestimó el mismo problema, el de la pulsión conservadora al orden. Pero a diferencia de los movimientos del 2001, el kirchnerismo se apoyó parcialmente   en esa pulsión. A veces sin advertirlo. Enfrentando en el plano político a los discursos conservadores convivía en el plano practico con un fortalecimiento de mecanismos económicos y sociales que favorecían esa deriva. Este apoyo cínico, ciego o suicida (según los casos), explica lo que hay de transición (involuntaria), y no solo de ostensible diferencia, entre kirchnerismo y época actual. Si es cierto como dice el libro, que HG es un tenaz militante, quizás convenga ligar esa tenacidad a la persistencia de su método, que la autora piensa desde los años 90 y que seguramente produzca efectos mas allá de la pena y el luto de la experiencia política inmendiata.

El libro de Pía practica la crítica apropiativa y todo el que disfrute de su lectura  se verá también celebrando esa modalidad de la crítica, por lo que lo que se festeja en la lectura del libro es el modo en que se propicia la circulación del don de la amistad, que permite pensar aquello que concierne a las búsquedas del lector. Una contraefectuación del Don.

No hay como pasarse por alto la escritura de este libro. Hermosamente escrito. Entre novela (el yo literario) y el ensayo (la elucidación directa del presente fundada en la investigación), en ese entre-géneros en los que se mueve, María Pía ha logrado quizás su mejor libro. No una síntesis híbrida sino una envidiable libertad. La libertad en el cruce. Un nuevo pliegue a considerar.

Hacia el final, Pía se mete con la cuestión del cuerpo y la lengua. No hay que perder de vista la connotación biográfica que la autora otorga a este libro. Es un final veloz, en el que se menciona una lectura del libro de Henri Meschonnic sobre Spinoza. En Meschonnic, le parece a Pía, no habría pliegue, porque el lenguaje –invención- se independiza de la lengua –historicidad-. Mejor la lengua, dice ella, que le teme al riesgo del invencionismo. No se trata de un rechazo de la invención, se entiende, sino de la falsedad de una invención que no se mida con la historia. Es su modo de retomar el método: cuidar los devenires pero cuidar también napas y continuidades. El “sujeto del poema” (Meschonnic) podría ser concebido como mero activismo; demasiado fácil. ¿Cómo leería este comentario el autor de Para salir de la postmodernidad? Meschonnic se esforzó en distinguir historicidad (aquello que se opone siempre a lo sagrado trascendente, que crea modo de vida) del mero situar del historicismo (capaz de fechar el origen, pero no de dar cuenta del movimiento intempestivo de su fuga). ¿Y qué se dice, incluso políticamente, cuando se liga el cuerpo a la lengua y no al lenguaje? El libro comienza con un prólogo de Tatián (sobre el poder de los signos tal y como son recobrados en los pliegues de esa forma del amor que es la amistad, que para Spinoza siempre es búsqueda de utilidad común). Inicio y final enlazados. El cuerpo importa, “¿qué puede un cuerpo?”. El cuerpo en tanto que afectos incorporales, vuelto cuerpo de la lengua. Del mito y del trabajo sobre él. No es posible tratar el signo fuera de esta espesura. “González”, “López”, no hay que señalar al cuerpo que piensa, sino al que forman las palabras cuando encuentran su propia materialidad.