Multitud e individuación // Paolo Virno


Las formas de vida contemporáneas atestiguan la disolución del concepto de “pueblo” y la renovada pertinencia del concepto de “multitud”. Estrellas fijas del gran debate del Seiscientos, del cual desciende buena parte de nuestro léxico ético-político, estos dos conceptos se ubican, enfrentados, en las antípodas. El “pueblo” es de una índole centrípeta, converge en una volonté genérale, es la interfaz o la reverberación del Estado; la multitud es plural, rehuye a la unidad política, no estipula pactos ni transfiere derechos al soberano, rechaza la obediencia, se inclina por formas de democracia no representativa. En la multitud, Hobbes reconoció la máxima trampa para el aparato estatal (“Los ciudadanos, cuando se rebelan al Estado, son la multitud contra el pueblo” –Hobbes, 1652: XII, 8); Spinoza, en cambio, la raíz de la libertad. Del Seiscientos en adelante, casi sin excepciones, ha prevalecido incondicionalmente el “pueblo”. La existencia política de los muchos en cuanto muchos fue borrada del horizonte de la modernidad: no sólo por los teóricos del Estado absoluto, sino también por Rousseau, por la tradición liberal, por mismo movimiento socialista. Hoy, la multitud se toma revancha caracterizando todos los aspectos de la vida asociada: costumbres y mentalidad del trabajo posfordista, juegos lingüísticos, pasiones y afectos, modos de entender la acción colectiva. Pero al constatar esta revancha debemos evitar algunas zonceras. No es que la clase obrera se haya felizmente extinguido para dejar su lugar a los “muchos”: más bien, y el asunto es de larga data, complicado e interesante, los obreros actuales, los que restan, no tienen más la fisonomía del pueblo, sino que ejemplifican a la perfección el modo de ser de la multitud. Por otra parte, afirmar que los “muchos” caracterizan las formas de vida contemporáneas no tiene nada de idílico: las caracterizan tanto en lo malo como en lo bueno, en el servilismo no menos que en el conflicto. Se trata de un modo de ser: diverso de aquel “popular”, cierto, pero en sí no poco ambivalente, y está provisto incluso de sus venenos específicos[1]

La multitud no deja de lado con gesto desenvuelto la cuestión del universal, de lo común/compartido, en suma, de lo Uno, sino que lo recualifica de principio a fin. Antes que nada, se observa un vuelco en el orden de los factores: el pueblo tiende a lo Uno, los “muchos” derivan de lo Uno. Para el pueblo la universalidad es una promesa, para los “muchos” una premisa. Muta, por otra parte, la definición misma de aquello que es común/compartido. Lo Uno en torno al cual gravita el pueblo es el Estado, el soberano, la volonté genérale; lo Uno que la multitud tiene a sus espaldas consiste, en cambio, en el lenguaje, en el intelecto como recurso público o interpsíquico, en las facultades generales de la especie. Si la multitud rehuye a la unidad estatal, es solamente porque ella resulta  correlativa de todo otro Uno, preliminar antes que concluyente. Sobre esta correlación, señalada en otras oportunidades, es necesario interrogarse más a fondo.

Una contribución de gran relevancia la ofreció Gilbert Simondon, filósofo bastante caro a Deleuze, hasta ahora casi desconocido en Italia. Su reflexión versa sobre los procesos de individuación. La individuación, es decir, el pasaje de la genérica dotación psicosomática del animal humano a la configuración de una singularidad irrepetible, es quizás la categoría que, más que cualquier otra, corresponde a la multitud. Pensándolo bien, la categoría de pueblo sienta mejor a una miríada de individuos no individuados, destinados entonces como sustancias simples o átomos solipsistas. Justamente porque constituyen un punto de partida inmediato, antes que el punto extremo de un proceso accidentado, tales individuos necesitan de la unidad/universalidad provocada por el conjunto estatal. Por el contrario, hablando de multitud, se pone el acento precisamente en la individuación, o sea en la derivación de cada cual de los “muchos”, de algo unitario/universal. Tanto Simondon, como el psicólogo soviético Lev S. Vygotskij y el antropólogo italiano Ernesto de Martino, pusieron en el centro de la atención semejante derivación. Para estos autores, la ontogénesis, es decir, las fases de desarrollo del singular “yo” autoconciente, es filosofía prima, único análisis claro del ser y del devenir. Y la ontogénesis es, justamente, filosofía prima, porque coincide en todo y por todo con el “principio de individuación”. La individuación consiente delinear una relación Uno/muchos diversa a la aludida (diversa, para que se entienda, de aquello que identifica lo Uno con el Estado). Por lo tanto, es una categoría que contribuye a fundar la noción ético-política de multitud.

Gaston Bachelard, uno de los mayores epistemólogos del siglo XX, escribió que la física cuántica es un “sujeto gramatical” respecto del cual parece oportuno emplear los “predicados” filosóficos más heterogéneos: si a un problema singular se adapta bien un concepto humeano, a otro puede convenir, por qué no, un fragmento de la lógica hegeliana o una noción tomada de la psicología de la Gestalt. De manera similar, el modo de ser de la multitud debe calificarse con atributos hallados en ámbitos diversísimos, a veces hasta alternativos entre sí. Hallados, por ejemplo, en la antropología filosófica de Gehlen (desprovisión biológica del animal humano, falta de un “ambiente” definido, pobreza de instintos especializados), en las páginas de Ser y tiempo dedicadas a la vida cotidiana (habladurías, curiosidad, equívoco, etc.), en la descripción de los distintos juegos lingüísticos seguida por Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Ejemplos todos opinables. Incontrovertible, en cambio, es la importancia que asumen, como “predicados” del concepto de multitud, dos tesis de Gilbert Simondon: 1) el sujeto es una individuación siempre parcial e incompleta, consistiendo más bien en la trama mutable de aspectos preindividuales y aspectos efectivamente singulares; 2) la experiencia colectiva, lejos de señalarnos su decadencia o eclipse, prosigue y afina la individuación. Descuidando, tal vez demasiado, el resto (incluida la cuestión, obviamente central, de cómo se realiza según Simondon la individuación), vale la pena aquí concentrarse sobre estas tesis un tanto contraintuitivas y hasta escabrosas.

Preindividual   


Recomenzamos desde el principio. La multitud es una red de individuos. El término “muchos” indica un conjunto de singularidades contingentes. Estas singularidades no son, sin embargo, un dato inapelable, sino el resultado complejo de un proceso de individuación. Va de suyo que el punto de arranque de toda auténtica individuación es algo aun no individual. Aquello que es único, irrepetible, lábil, proviene, en cambio, de cuanto es indiferenciado y genérico. Los caracteres peculiares de la individualidad hunden raíces en un complejo de paradigmas universales. Ya sólo hablar de principium individationis significa postular una inherencia superlativa entre el singular y una u otra forma de potencia anónima. Lo individual es efectivamente tal no porque se mantiene en los márgenes de aquello que es potente, como un zombi exangüe y rencoroso, sino porque es potencia individuada, y es potencia individuada porque es sólo una de las posibles individuaciones de la potencia.

Para fijar el antecedente de la individuación Simondon emplea la expresión, en absoluto críptica, de realidad preindividual. Alguno de lo “muchos” tiene familiaridad con este polo antitético. ¿Pero qué es, propiamente, lo “preindividual”? Simondon escribe: “Se podría llamar naturaleza a esta realidad preindividual que el individuo lleva consigo, esforzándose por encontrar en la palabra ‘naturaleza’ el significado que le atribuían los filósofos presocráticos: los Fisiólogos jónicos tomaban el origen de todas las especies de ser, anteriores a la individuación: la naturaleza es realidad de lo posible, con los sucesos de aquel apeiron del cual Anaximandro hace brotar toda forma individuada. La Naturaleza no es lo contrario del Hombre, sino la primera fase del ser, mientras que la segunda es la oposición entre individuo y ambiente” (infra, p. 158). Naturaleza, apeiron (indeterminado), realidad de lo posible, un ser aun privado de fases; y podríamos continuar con las variaciones sobre el tema. Sin embargo, aquí parece oportuno proponer una definición autónoma de “preindividual”: no contradictoria con la de Simondon, por supuesto, sino independiente de ella. No resulta difícil reconocer que, bajo la misma etiqueta, coexisten ámbitos y niveles bastante diversos.

Preindividual es, en primer lugar, la percepción sensorial, la motilidad, el fondo biológico de la especie. Fue Merleau-Ponty, en su Fenomenología de la percepción, quien observó que “no tengo conciencia de ser el verdadero sujeto de mi sensación más que la conciencia que tengo de ser el verdadero sujeto de mi nacimiento y de mi muerte” (Merleau-Ponty 1945, p. 293). Y aun “la vista, el oído, el tacto, con sus campos, son anteriores y permanecen extraños a mi vida personal” (ibid, p. 451). La sensación rehuye a una descripción en primera persona: cuando percibo, no es un individuo individuado el que percibe, sino la especie como tal. A la motilidad y a la sensibilidad sólo se adecua el anónimo pronombre “se”: se ve, se oye, se prueba dolor o placer. Es bien cierto que la percepción tiene de vez en cuando una tonalidad autorreflexiva; basta con pensar en el tacto: tocar es siempre, también, ser tocado por el objeto que se está manipulando. Aquel que percibe se advierte a sí mismo cuando tiende hacia el la cosa. Pero se trata de una autorreferencia sin individuación. Es la especie que se auto advierte en su conducta, no una singularidad autoconciente. Se equivoca quien, identificando dos conceptos independientes, sostiene que, donde hay autorreflexión se puede constatar también una individuación; o, viceversa, que no habiendo individuación, tampoco resulta lícito hablar de autorreflexión.

Preindividual, en un nivel más determinado, es la lengua histórico-natural de la propia comunidad de pertenencia. La lengua corresponde a todos los locutores de una  comunidad dada, no diversamente de un “ambiente” zoológico, o de un líquido amniótico tan envolvente como indiferenciado. La comunicación lingüística es intersubjetiva mucho antes que se formen verdaderos “sujetos”. Siendo de todos y de ninguno, sobresale el anónimo “se”: se habla. Fue, sobre todo, Vygotskij quien subrayó el carácter preindividual  o inmediatamente social de la locución humana: el uso de la palabra, desde el principio, es interpsíquico, es decir, público, compartido, impersonal. Contrariamente a cuanto creía Piaget, no se trata de huir de una condición autista originaria (es decir, hiperindividual), invocando el camino de una socialización progresiva; al contrario, el fulcro de la ontogénesis consiste, para Vygotskij, en el pasaje de una socialidad completa a la individuación del parlante: “El movimiento real del proceso de desarrollo del pensamiento infantil se cumple no de lo individual a lo social, sino de lo social a lo individual” (Vygotskij 1934, p. 350). El reconocimiento del carácter preindividual (“interpsíquico”) de la lengua hace que Vygotskij anticipe a Wittgenstein en la refutación de cualquier “lenguaje privado”; por otra parte, y es lo que cuenta más aun, permite incluirlo de buen grado en la flaca lista de pensadores que han puesto en el centro de la escena la cuestión del principium individationis. Para Vygotskij la “individuación psíquica” (o sea la constitución del Yo autoconciente) adviene en el terreno lingüístico, no ne el perceptivo. Dicho de otro modo: mientras lo preindividual innato en la sensación parece destinado a permanecer perennemente tal, lo preindividual coincidente con la lengua es, en cambio, susceptible de una diferenciación interna cuyo resultado es la individualidad. No es el caso, aquí, de analizar críticamente los modos en los cuales, para Simondon y para Vygotskij, se cumple la singularización del parlante, ni mucho menos, de agregar una hipótesis suplementaria. Sólo importa despejar ámbito perceptivo (dotación biológica sin individuación) y ámbito lingüístico (dotación biológica como base de la individuación).

Preindividual, finalmente, es la relación de producción dominante. En el capitalismo desarrollado, el proceso laboral moviliza los requisitos más universales de la especie: percepción, lenguaje, memoria, afectos. Roles y tareas, en el ámbito posfordista, coinciden largamente con la “existencia genérica”, con el Gattungswesen del cual hablan Feuerbach y el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos a propósito de las más básicas facultades del género humano. Preindividual es ciertamente el conjunto de las fuerzas productivas. Entre ellas, sin embargo, resulta relevante el pensamiento. Pero atención: el pensamiento objetivo, no el correspondiente a éste o aquel “yo” psicológico, cuya verdad no depende del asentimiento de los singulares. Al respecto, Gottlob Frege utilizó una fórmula quizás torpe, pero no poco eficaz: “Pensamiento sin portador” (CFR. Frege 1918). Marx acuñó, en cambio, la expresión famosa y controvertida de General Intellect, intelecto general: solo que para él, General intellect (es decir, el saber abstracto, la ciencia, el conocimiento impersonal) es también la “columna vertebral de la producción de  riqueza”,  donde por “riqueza” debe entenderse, aquí y ahora, plusvalor absoluto y relativo. El pensamiento sin portador, o sea el General intellect, imprime su forma al “proceso vital mismo de la sociedad” (Marx 1857-1858, p. 403), instituyendo jerarquías y relaciones de poder. Brevemente: es una realidad preindividual históricamente cualificada. Sobre este punto, no viene al caso insistir mucho más. Basta con tener presente que, a lo preindividual perceptivo y a lo preindividual lingüístico, es necesario agregar un preindividual histórico.                


Sujeto anfibio


El sujeto no coincide con el individuo individuado, pero comprende en sí, siempre, una cierta cuota irreductible de realidad preindividual. Es un compuesto inestable, algo tosco. He aquí la primera de las dos tesis de Simondon, sobre la cual debemos llamar la atención. “Existe en los seres individuados una cierta carga de indeterminación, es decir, de realidad preindividual, que pasa a través de la operación de individuación sin ser efectivamente individuada. Se puede llamar naturaleza a esta carga de indeterminación” (infra, p. 168). Resultaría del todo erróneo reducir el sujeto a aquello que en él hay de singular: “El nombre de individuo es atribuido equivocadamente a una realidad más compleja, aquella del sujeto completo, que porta en sí, más allá de la realidad individuada, un aspecto no individuado, preindividual, es decir, natural” (infra p. 164). Lo preindividual es advertido, antes que nada, como una suerte de pasado irresuelto: la “realidad de lo posible”, de la cual brotó la singularidad bien definida, persiste a la par de esta última; la diacronía no excluye la concomitancia. Para otras voces, lo preindividual, que trama  íntimamente al sujeto, se manifiesta como ambiente del individuo individuado. El contexto ambiental (perceptivo, o lingüístico, o histórico), donde se inscribe la experiencia del singular es, en efecto, un componente intrínseco (si se quiere: interior) del sujeto. El sujeto no tiene un ambiente, sino que es, en cierta medida (la parte no individuada), ambiente. De Locke a Fodor, las filosofías que descuidan la realidad preindividual del sujeto, ignorando entonces aquello que en él es ambiente, están destinadas a no encontrar una vía de tránsito entre “interno” y “externo”, entre Yo y mundo. Caen de ese modo en el malentendido denunciado por Simondon: equiparar el sujeto al individuo individuado.

La noción de subjetividad es anfibia. El “yo hablo” convive con el “se habla”; lo irrepetible se trenza con lo recursivo y con lo serial. Más precisamente, en la textura del sujeto figuran, como partes integrantes, la tonalidad anónima de lo percibido (la sensación como sensación de la especie), el carácter inmediatamente interpsíquico o “público” de la lengua materna, la participación del impersonal General intellect. La coexistencia de lo preindvidual y lo individual en el seno del sujeto es mediada, según Simondon, por los afectos. Emociones y pasiones señalan la integración provisoria de las dos caras. Pero también la eventual desligadura: no faltan crisis, recesiones, catástrofes. Hay pánico o angustia cuando no se sabe componer los aspectos preindividuales de la propia experiencia con aquellos individuados: “En la angustia el sujeto se siente existir como problema para sí mismo, siente la división entre naturaleza preindividual y ser individuado; el ser individuado es aquí y ahora, y este aquí y este ahora impiden la manifestación de una infinidad de otros aquí y ahora: el sujeto toma consistencia de sí como naturaleza, como indeterminación (apeiron) que no podrá más actualizar en un hic et nunc, que no podrá jamás vivir” (infra, p. 197). Se constata, entonces, una extraordinaria convergencia objetiva entre el análisis de Simondon y el diagnóstico de las “Apocalipsis culturales” propuesto por Ernesto De Martino. El punto crucial para De Martino, como para Simondon, está en el hecho de que la ontogénesis, es decir, la individuación, no está nunca garantizada de una vez por todas: puede volver sobre sus propios pasos, fragilizarse, conflagrar. El “Yo pienso”, aparte de tener una génesis accidentada, es parcialmente retráctil, superado por cuanto lo excede. Según De Martino, de vez en cuando lo preindividual parece sumergir al yo singularizado: éste último es como reabsorbido en la anonimia del “se”. Por otra parte, en modo opuesto y simétrico, nos esforzamos vanamente por reducir todos los aspectos preindividuales de nuestra experiencia a la singularidad puntual. Las dos patologías –“catástrofe del confín yo-mundo en las dos modalidades de la irrupción del mundo en el se-ahí y del deflujo del ser-ahí en el mundo” (E. De Martino 1977, p.76)[2]– son sólo los extremos de una oscilación que, bajo formas más contenidas, es constante e insuprimible.

Muchas veces el pensamiento crítico del Novecientos (pensando en particular en la “escuela de Frankfurt”) ha entonado una nenia[3] melancólica sobre la presunta lejanía del individuo de las fuerzas productivas sociales, así como sobre su separación de la potencia innata de las facultades universales de la especie (lenguaje, pensamiento, etc.). La infelicidad del singular fue imputada, entonces, a esta lejanía o separación. Una idea sugestiva, pero errada. Las “pasiones tristes”, para decirlo con Spinoza, manifiestan la máxima cercanía, e incluso la simbiosis, entre individuo individuado y preindividual, allí donde esta simbiosis se presenta como desequilibrio y desgarro. Para bien y para mal, la multitud muestra la mezcla inseparable de “yo” y “se”, singularidad irrepetible y anonimia de la especie, individuación y realidad preindividual. Para bien: cada uno de los “muchos”, teniendo al universal en las propias espaldas, a modo de premisa o antecedente, no necesita de esa universalidad postiza que es el Estado. Para mal: cada uno de los “muchos”, en tanto sujeto anfibio, puede siempre vislumbrar en su propia realidad preindividual una amenaza, o al menos una fuente de inseguridad. El concepto ético-político de multitud ha fundamentado sea el principio de individuación, como su constitutiva incompletud.


Marx, Simondon, Vygotskij: el concepto de “individuo social”


En un célebre pasaje de los Grundrisse ( el llamado “Fragmento sobre las máquinas”) Marx designa con el epíteto de “individuo social” al único protagonista verosímil de cualquier transformación radical del estado de cosas presente (cfr. Marx 1857-1858, pp. 389-403). A primeras, “individuo social” parece un oxímoron coqueto, una unidad enmarañada de contrarios, en suma, un manierismo hegeliano. Es posible, en cambio, tomar este concepto literalmente, hasta volverlo un instrumento de precisión para relevar modos de ser, inclinaciones y formas de vida contemporáneas. Pero ello resulta posible, en buena medida, gracias a las reflexiones de Simondon y de Vygotskij sobre el principio de individuación.

En el adjetivo “social” es necesario revisar las facetas de aquella realidad preindividual que, según Simondon, es parte de todo sujeto. Así como en el sustantivo “individuo” se reconoce la singularización advenida de cada componente de la multitud actual. Cuando habla de “individuo social”, Marx se refiere al cruce entre “existencia genérica” (Gattungswesen) y experiencia irrepetible, que es el sello de la subjetividad. No  es una casualidad que el “individuo social” haya aparecido en las mismas páginas de los Grundrisse, en los cuales fue introducida la noción de General intellect, un “intelecto general” que constituye la premisa universal (o preindividual), no sólo lo común repartido, para las obras y los días de los “muchos”. El costado social del “individuo social” es, sin duda, el General intellect, o sea, con Frege, el “el pensamiento sin portador”. Pero no sólo: éste consiste también en el carácter inmediatamente interpsíquico, es decir público, de la comunicación humana, focalizado con gran eficacia por Vygotskij. Por otra parte, si se traduce correctamente “social” con “preindividual”, será necesario reconocer que el individuo individuado del cual habla Marx se recorta sobre el fondo de la anónima percepción sensorial.

Social en sentido fuerte es tanto el conjunto de las fuerzas productivas históricamente definidas, como la dotación biológica de la especie. No se trata de una conjunción extrínseca o de una superposición. Hay más. El capitalismo plenamente desarrollado implica la plena coincidencia entre las fuerzas productivas y los otros dos tipos de realidad preindividual (el “se percibe” y el “se habla”). El concepto de fuerza de  trabajo deja ver con claridad esta perfecta fusión: en cuanto genérica potencia física y lingüístico-intelectiva de producir, la fuerza de trabajo es, seguramente, una determinación histórica, pero incluye en sí por entero aquel apeiron o naturaleza no individuada de la que habla Simondon, así como el carácter impersonal de la lengua ilustrado por Vygotskij de principio a fin. El “individuo social” signa una época en la cual la convivencia entre  singular y preindividual deja de ser una hipótesis heurística, o un presupuesto oscuro, para devenir fenómeno empírico, verdad arrojada a la superficie, pragmático dato de hecho. Se podría decir: la antropogénesis, o sea la misma constitución del animal humano, alcanza a manifestarse sobre el plano histórico-social, se hace, al final, visible a ojo desnudo, conoce una suerte de revelación materialista. Las denominadas “condiciones trascendentales de la experiencia”, antes que permanecer en el fondo, aparecen en primerísimo plano y, lo más importante, devienen, ellas también, objeto de experiencia inmediata.

Una última observación, marginal pero no tanto. El “individuo social” incorpora las fuerzas productivas universales declinándolas, sin embargo, según modalidades  diferenciadas y contingentes; es efectivamente individuado, justamente porque les da una  configuración singular, traduciéndolas en una especialísima constelación de cogniciones y afectos. Por ello fracasa toda tentativa de circunscribir al individuo por vía negativa: no es la amplitud de lo que permanece excluido, sino la intensidad de aquello que converge, lo  que permite connotarlo. No se trata de una positividad accidental y desreglada, al fin inefable (por cierto, nada es más monótono y menos individual que lo inefable). La individuación es escandida por la progresiva especificación, no solamente por la combinación excéntrica de reglas y paradigmas generales: no es el agujero en la red, sino el lugar en el que las mallas son más densas. A propósito de la singularidad irrepetible, se podría hablar de un plusvalor[4] de legislación. Para decirlo con la fraseología del epistemólogo, las leyes que cualifican lo individual no son ni “aserciones universales” (es decir, válidas para todos los casos de un complejo homogéneo de fenómenos), ni “aserciones existenciales” (revelaciones de datos empíricos fuera de cualquier regularidad o esquema conectivo): son, en cambio, verdaderas leyes singulares. Leyes, por estar dotadas de una estructura formal que comprende virtualmente una “especie” entera. Singulares, por tratarse de reglas de un único caso no generalizable. Las leyes singulares figuran lo individual con la precisión y la transparencia reservadas normalmente a una “clase” lógica. Pero atención: una clase de un individuo solo.

Llamamos multitud al conjunto de “individuos sociales”. Hay una suerte de preciosa concatenación semántica entre la existencia política de los muchos en cuanto muchos, la antigua obsesión filosófica en relación al principium individuationis, la noción marxiana de “individuo social”(descifrada, con el auxilio de Simondon, como inseparable mezcla de singularidad contingente y realidad preindividual). Esta concatenación semántica permite redefinir, desde su raíz, naturaleza y funciones de la esfera pública y de la acción colectiva. Una redefinición que, va de suyo, desquicia el canon ético-político basado en el “pueblo” y la soberanía estatal. Se podría decir –con Marx, pero fuera y contra buena parte del marxismo– que la “sustancia de cosas separadas” reside en el conferir el máximo relieve y el máximo valor a la existencia irrepetible de cada miembro singular de la especie. Por paradójico que pueda parecer, aquella de Marx debería entenderse, hoy, como una teoría rigurosa, es decir, realista y compleja, del individuo. Por lo tanto, como una teoría de la individuación.


El colectivo de la multitud



Examinemos ahora la segunda tesis de Simondon. Esta no tiene precedente alguno. Es contraintuitiva, es decir, viola convencimientos enraizados del sentido común (como sucede, por lo demás, a muchos otros “predicados” conceptuales de la multitud). Con frecuencia se valora que el individuo, apenas participa en un colectivo, deba dimitir sus características propiamente individuales, renunciando a ciertos variopintos e inescrutables signos distintivos. En un colectivo, así parece, la singularidad se destempla, es momentánea, retrocede. Ahora bien, para Simondon se trata de una superstición: epistemológicamente obtusa, éticamente sospechosa. Una superstición alimentada por aquellos que, tratando con liviandad la cuestión del proceso de individuación, presumen que el singular es un punto de partida inmediato. Si, en cambio, se admite que el individuo proviene de su opuesto, es decir, de lo universal indiferenciado, el problema de lo colectivo adquiere todo otro tinte. Para Simondon, contrariamente a cuanto asevera un sentido común deforme, la vida de grupo es la ocasión para una ulterior y más compleja individuación. Lejos del retroceso, la singularidad se afina y alcanza su techo en el obrar concreto, en la pluralidad de voces, finalmente, en la esfera pública.

Lo colectivo no lesiona ni atenúa la individuación, sino que la prosigue, potenciándola desmesuradamente. Esta prosecución concierne a la cuota de realidad preindividual que el primer proceso de individuación había dejado irresuelto. Escribe Simondon: “Es equivocado hablar de las tendencias del individuo hacia el grupo; de hecho, hablando rigurosamente, tales tendencias no son tendencias del individuo en cuanto individuo, consisten más bien en la no-resolución de los potenciales que precedieron a la génesis del individuo. El ser que precede al individuo no ha sido individuado sin resto; no fue totalmente resuelto en individuo y ambiente; el individuo se reserva dentro de sí un aspecto preindividual, entonces el conjunto de todos los individuos cuenta con una suerte de fondo no estructurado a partir del cual puede producirse una nueva individuación (infra pp. 155-156, cursiva mía). Y aun: “Los seres están conectados los unos a los otros en un  colectivo no ya en cuanto individuos, sino en tanto sujetos, es decir, en tanto seres que contienen algo de preindividual” (infra p. 164). El grupo tiene su fundamento en el elemento preindividual (se percibe, se habla, etc.) presente en cada sujeto. Pero, en cada grupo, la realidad preindividual mezclada con la singularidad se individua a su vez, asumiendo una fisonomía peculiar.

La instancia colectiva es aun una instancia de individuación, la puesta en juego consiste en imprimir una forma contingente e inconfundible con el apeiron (indeterminado), o sea a la “realidad de lo posible” que precede a la singularidad, al universo anónimo de la percepción sensorial, al “pensamiento sin portador” o General intellect.

Lo preindividual, inamovible, junto al sujeto aislado, puede asumir, sin embargo, un aspecto singularizado en las acciones y en las emociones de los muchos. Así como en un cuarteto el violonchelista, interactuando con los otros artistas, toma algo de su partitura que hasta entonces se le había escapado. Alguien de los muchos personaliza (parcialmente y provisoriamente) el propio componente impersonal a través de las vicisitudes típicas de la experiencia pública. La exposición a los ojos de los otros, la acción política privada de garantías, la habilidad para lo posible y lo imprevisto, la amistad y la enemistad, todo esto ofrece al individuo la destreza para apropiarse de algún modo del anónimo “se” del cual proviene, transformar en biografía inconfundible el Gattungswesen, “la existencia genérica” de la especie. Contrariamente a cuanto sostenía Heidegger, es sólo en la esfera pública que se puede pasar del “se” al “sí mismo”.

La individuación de segundo grado, que Simondon llama también “individuación colectiva” (un oxímoron afín a aquel contenido en la locución “individuo social”), es una noción importante para pensar de manera adecuada la democracia no representativa. Al punto que lo colectivo es el teatro de una acentuada singularización de la experiencia, o sea, constituye el lugar en el cual puede finalmente explicarse aquello que en cada vida humana es inconmensurable e irrepetible, que no se presta a ser extrapolado o, peor aun, “delegado”. Pero atención: lo colectivo de la multitud, en cuanto individuación del General intellect y del fondo biológico de la especie, es el exacto contrario de cualquier anarquismo ingenuo. En sus antípodas, es más bien el modelo de la representación política, con tanto de volonté genérale como de “soberanía popular”, que resulta una intolerable (y de vez en cuando feroz) simplificación. Lo colectivo de la multitud no acepta pactos, ni transfiere derechos al soberano, porque es un colectivo de singularidades individuadas: por ello, repitámoslo una vez más, el universal es una premisa, no ya una promesa.     a


[1] Este texto es el posfacio de L’individuazione psichica e collettiva (Gilbert Simondon), traducido al italiano por el propio Paolo Virno (Derive Approdi, Roma, 2001).
[2] Ernesto De Martino, La fine del mondo, Biblioteca Einaudi, Torino, 1977 y 2002. (Agregado del traductor).
[3] Un significado: composición que se canta en alabanza de alguien después de muerto (Real Academia Española).
[4]surplus