Ladridos de un pensador sísmico

por Luis Diego Fernández


Escultor de ideas anómalas y figuras excéntricas, Christian Ferrer, nacido en 1960, ha sabido granjearse un espacio desde el cual nos otorga libros encabalgados en conceptos radicales, a menudo fascinantes por su rareza y libertad. Su historia clínica literaria marca textos sobre Néstor Perlongher, Barón Biza, Errandonea, Anzoátegui, Orelie Antoine I, H. A. Murena o Marta Minujín. Sus temáticas viran en torno a constantes tales como la técnica, la subjetividad, el anarquismo, el deseo, la pornografía, los individuos desconcertantes. Es la obra ensayística de Ferrer un vuelo furtivo por lo no percibido a simple vista, incluso por lo oculto de modo deliberado, por aquello que se trafica en mesas de saldos de librerías con la misma habilidad que en la internet profunda. En ese contexto un escritor como Ezequiel Martínez Estrada encuentra su nido de modo propicio. Ferrer le ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la obra y la existencia a este ensayista, poeta y narrador nacido en San José de la Esquina en 1895. Figura fulgurante del siglo XX, Martínez Estrada seguramente fue con justicia el más grande pensador del siglo pasado y singularmente uno de los pocos filósofos de esta pampa, alguien que pensó dando cuenta de su terruño y coyuntura, sin renunciar a la ambición, al diálogo con el mundo ni a la recepción de los grandes autores que procesó desde su peculiar e impiadosa mirada.

Resulta que Ferrer nos da un Martínez Estrada nuevo, su libro, titulado La amargura metódica (Sudamericana), está destinado a ser una obra de consulta permanente, pero más allá de eso, es un viaje por las invariantes de Don Ezequiel y del país que vivió. Ferrer se asimila a Martínez Estrada desde la posición insular. Se trata de un libro que está dedicado a Héctor Schmucler, Horacio González y Tomás Abraham, tres nombres juntos que quizá sólo pueden compartir ese cartel por la pericia y la lucidez de Ferrer. Esa unión nos dice mucho. Aquí no hay bandos ni divisiones, eso se celebra, se agradece y tal vez sea un síntoma de algo nuevo o por lo menos de la óptica que tiene el autor sobre el propio Martínez Estrada, por fuera de categorías reduccionistas.

Es el Martínez Estrada de Christian un oropel sobre el que sitúa todo un mapa de la intelectualidad del siglo XX, sea por los nombres, espacios, instituciones, ideas políticas o proclamas que allí se narran. Nutridas son las anécdotas que pintan el talante de Ezequiel así como sus posiciones que nunca dejan margen de dudas, pero que siempre permiten lecturas inéditas. “Nada tengo que ver con mi biografía”, cita Ferrer a Martínez Estrada al comienzo, y es clara esa vocación de descifrar el enigma que significó para el país y la cultura un ensayista que al día de la fecha no tiene una calle en la ciudad de Buenos Aires –a la que amó, en la que vivió y sobre la que escribió como pocos. Un ensayista que no es reivindicado por ninguna facción política actual. Ni populistas ni liberales acunan a Martínez Estrada, prefieren a Jauretche y Alberdi, a Scalabrini Ortiz y Borges. Martínez Estrada siempre fue un ser liminar, del margen pero a la vez respetado y legitimado por sus pares, adscripto al frente liberal –un capítulo delicioso del libro de Ferrer–, al mundo de Sur, de Victoria Ocampo y Borges, pero siempre en falta, siempre desde otro lugar. Ese frente liberal que se hace trizas con la aparición del peronismo y que enfrenta las posturas: el desprecio borgeano o la pregunta martinezestradesca. Siendo no peronista, Ezequiel nunca fue gorila, lo cual lo llevó a asumir un lugar de soledad, constante de su vida.

La amargura metódica, como lo indica el título, es también un texto sobre una forma de pensar, sobre una curiosa epistemología que parte de una condición de posibilidad: el pesimismo, cierto escepticismo desde cero, pero no por ello la ausencia de vitalismo y deseo. Allí vemos los nutrientes de las ideas de Martínez Estrada: Montaigne, Spengler, Simmel, Tolstoi, Nietzsche, Thoreau, Freud, Sarmiento, Alberdi, Lugones, Hudson. Esa sospecha que tiene Ezequiel sobre la Argentina es, de alguna manera, la latencia de la figura del filósofo médico nietzscheano, aquel que detecta síntomas y hace diagnósticos que no tienen apelación posible. Ferrer pasa revista a diferentes aspectos de la vida del ensayista: la infancia, la vida literaria, la pampa, el trabajador en el Correo, el profesor, su viaje a Estados Unidos, sus dramas con la piel –neurodermatitis, o “peronitis”–, la historia facúndica, el chacarero, Sur y Murena, las peleas con Borges, los palos de la crítica (desde el peronismo, marxismo, nacionalismo y academicismo), su relación amistosa con los anarquistas y con Victoria Ocampo, su mujer, la SADE, Europa, sus autores citados, México y Cuba, el exilio interior en Bahía Blanca. Palabras que remiten a Martínez Estrada y su derrotero.

¿Cuál fue la pregunta de Ezequiel? Quizá Ferrer pone en evidencia un individuo que amó pero no admiró su país, que habló como un parresiasta, es decir, como un filósofo cínico de la Antigüedad, aquel que habla con franqueza aun a riesgo de su propia vida, el que tiene el coraje de la verdad. Coraje que lo lleva inexorablemente a la soledad. Soledad que conlleva a los otros, compañeros de ruta, amigos, a términos como la admiración y el desprecio simultáneos. Quizá en eso Martínez Estrada haya tenido algo de Diógenes en la célebre anécdota con Alejandro Magno, al que le espetó: “Córrete, que me tapas el sol”. Un perro que ladró con Radiografía de la Pampa, con La cabeza de Goliat, con Muerte y transfiguración de Martín Fierro.

 Tal vez Ezequiel Martínez Estrada haya sido el negativo de Domingo Faustino Sarmiento, un siglo después. Aquel a quien le dedicó un libro, a quien eligió para dialogar en sus ensayos, con quien decidió pelearse y marcar diferencias pero inevitablemente buscar auxilio y herramientas para la forja de lo propio. Las relaciones de Martínez Estrada con los intelectuales requieren el detalle, así están en el libro de Ferrer, y se goza mucho a partir de la anécdota que abre caminos. En particular los vínculos con Victoria Ocampo y con Borges. Tenía Martínez Estrada un temperamento que claramente no era el ideal para agrupaciones, facciones ni cenáculos. Ese hálito de libertad lo atravesaba todo sin dejar rastro para lo otro. Tildado de fatalista, telúrico, irracionalista, profético, pesimista, agorero, Martínez Estrada apelaba a la intuición con talento poético del mismo modo que a la razón. El embiste de Sebreli, que en su primer libro lo califica como autor de una rebelión inútil, no es más que el esfuerzo por desmarcarse de un astro central, algo que verá todo Contorno y que en cierto modo legitimará y recuperará del frente liberal de Sur. Es que aquí viene la definición política de quien siendo colocado en un linaje más bien republicano, leía La Protesta y todos sus autores dilectos pertenecían, de alguna u otra manera, a la tradición anarquista: Godwin, Nietzsche, Thoreau, Tolstoi, Proudhon, Lewis Mumford, entre otros. Ciertamente, un anarquismo individualista latía en Martínez Estrada, a veces llamado anarquismo de derecha o anarquismo del espíritu, pero no menos cierto es que eso no menoscababa sus actitudes, críticas, defensas y posiciones siempre a favor del débil, sin por ello caer en la victimología o el resentimiento, a los que combatía desde una sanidad moral. Son los palos de Borges –que osciló entre el amor y el odio–, de Bioy Casares –un escritor rentista que lo llamó despectivamente “cochero criollo”– de Sabato, de Sebreli, de los marxistas y peronistas, tan solo escapularios de Martínez Estrada que Ferrer recorre con estricta precisión para pintar con claridad las razones por las que fue depositario de tanta infamia alguien que pensó con libertad de conciencia. Es Martínez Estrada aquel que viniendo de un sector obrero no hizo caso omiso de su destino. Sólo fue un trabajador, un libertario, un individuo que pensó por fuera de sectas, guetos, amiguismos, enemiguismos, dádivas o deudas. Sin viudas, allí está su Fundación en Bahía Blanca, en la que era su casa, sin subsidios estatales se autofinancia con el arrendamiento del campo de 383 hectáreas que compró en Goyena luego de ganar el Premio Nacional de Literatura.

Christian Ferrer ha construido un fresco extenso, admirable, una microscopía sobre quien fuera autor de radiografías y observaciones con lupa. La amargura metódica es un libro mayor que también puede leerse como testimonio existencial, cito: “La vida de Martínez Estrada tiene mucho de hazaña emo­cional, pues amén de provenir de una familia sin recursos el hombre siempre fue un desesperado. De nada le valieron las decenas de libros publicados y otros honores que disfrutó, pues sobre sus muchas carencias afectivas se le había enancado, ya desde joven, el luzbel del desconsuelo”.