Murió Laclau

por Diego Sztulwark


No es fácil aclarar las ideas bajo el turbador efecto que provoca la desaparición de alguien que ha condicionado nuestros intentos por comprender la situación política y cuyas elaboraciones -durante las últimas tres décadas- afectaron incluso nuestras representaciones de lo político. Asistimos ya –en el tiempo cuasi real de la comunicación- a la proliferación de evocaciones inspiradas de aquellos que encontraron sostén en sus intervenciones teóricas y, últimamente, también políticas. Es justo que así sea. Laclau muere en la celebridad: nacional y tal vez internacional. No todos nuestros pensadores mueren de ese modo, ni ese es el rasero con que evaluamos el valor inmanente de su pensamiento. Quizás no sea este el momento en que debamos tomar la palabra de quienes hemos pensado siempre “contra” Laclau. Y sin embargo es completamente cierto que, por remanida que sea la expresión, haber rumiado siempre más bien en “contra” de sus textos ha supuesto un modo paradojal de pensar en su presencia. La duración de este pensar en su presencia –más que “bajo sus efectos”- ha implicado, al final del camino, un contacto más persistente y fértil que el que experimentamos con los aliados circunstanciales con quienes contraemos deudas puramente episódicas. Si algo reconocemos en la larga obra de Ernesto Laclau es su talento a la hora de identificar y problematizar los núcleos estratégicos centrales que articularon, tras el fracaso del debate socialista de inspiración comunista, las relaciones entre filosofía y política. No cabe reseñar ese arco que su obra traza entre sus primeros textos marxianos escritos bajo el sello y el impulso por lo concreto que caracterizó en sus mejores presentaciones a la izquierda nacional de los años 60 bajo influencia del “Colorado” Ramos, hasta su temprana preocupación conceptual por los populismos, pasando por su intervención en el célebre debate marxista sobre teoría del estado entre Miliband y Poulantzas, o aquella sobre el modo de producción  en America Latina con Gunder Frank y su posterior ingreso a las ligas mayores de la teoría política con Hegemonía y estrategia socialista (libro que introduce la tentativa de apropiarse de la obra de Antonio Gramsci con prescindencia de una reflexión sobre las mutaciones sufridas por el capitalismo contemporáneo) y los textos de fines de los 80 y 90 hasta llegar al último Laclau (La razón populista), que coincide de un modo pleno con los gobiernos progresistas de Sudamérica, a los que intentó interpretar con sus esquemas del populismo en un retorno, ahora sostenido en Lacan (lo cual está retratado en el ciclo de diálogos con las personalidades filosóficas más actuales, emitido en canal Encuentro).

En una entrevista otorgada a la revista El Ojo Mocho, hace ya décadas, cuando la Facultad de Ciencias Sociales albergaba discusiones alejadas de toda consagración, Laclau explicó que su facilidad para trazar una estrategia propia en el universo de las filosofías post-estructuralistas (también las llamabas “post-marxistas”) se debía sobre todo a su preocupación por pensar al peronismo, el experimento de articulación de multiplicidades que más íntimamente lo desafió. Y en efecto, en este desafío se conserva lo más vital de su preocupación: lo que llamó -en un lenguaje abrumadoramente conquistado por el psicoanálisis y la lingüística estructural- la “articulación hegemónica”. Aun para quienes no aceptamos los términos de su entera reflexión, sus problematizaciones constan como un valioso indicador de los problemas que atraviesan las prácticas políticas. La propia formulación de una “democracia radical” sigue siendo una expresión adecuada para quienes no pensamos que la política consista en “demandas” que se organizan según las supuestas reglas del lenguaje y la producción de un “significante flotante”. Cada uno de estos conceptos representa un esfuerzo –ignorado por muchos de sus últimos lectores- por desvincular los fenómenos de constitución de la subjetividad política de toda subsunción a la realidad estado, noción imposible de encontrar en la mayor parte de su obra.

Pero no es en esto en lo que pensamos ahora, sino en la amenaza que pende sobre la política. Una amenaza que llamaría “populismo negro” (por no decir simplemente “de derechas”) y sobre el cual estamos forzados a reflexionar. ¿Cuál es el núcleo de verdad que debemos arrancar a la reformulación que la política que viene parece arrancarle a lo que de vector democrático contiene la última década y media de política popular? Murió Laclau y no resulta fácil discernir si el efecto de vacío que nos deja la despedida del adversario intelectual en la cumbre de su popularidad no anuncia el fin de un tiempo que extrañaremos.