Comunismo* y Magia

por Tiqqun

El ejecutivo solitario gritándole al auricular de su celular, con la acreditación de representante colgando del maletín. El conductor maldiciendo al volante de su auto. El clubber flasheado en su dance-floor electro favorito. El comerciante de tienda cool con su galimatías empresarial. Nuestros contemporáneos dan toda la sensación de estar embrujados. Los izquierdistas del mundo entero pueden aspirar a abrirles los ojos a propósito de la dimensión de la catástrofe, pero el empeño es vano y el asunto está perfectamente claro desde hace más de setenta años: no sirve de nada concientizar un mundo ya enfermo de conciencia.
Porque este embrujo no es producto de una superstición o de una ilusión que bastaría con deshacer, sino que es un embrujo práctico: es su sujeción a los dispositivos, el hecho de que sólo acoplados a tal o cual dispositivo se experimentan como sujetos.
Artaud tenía razón cuando escribió, en enero de 1947: “Mucho más que por su ejército, su administración, sus instituciones o su policía, la sociedad se sostiene mediante hechizos”.
En cada uso reside una posible salida del embrujamiento.
Porque cada uso libera las formas-de-vida contenidas en las cosas, en las palabras, en las imágenes. En el uso se establece una curiosa circulación entre “sujeto” y “objeto”, entre “especies”. El gesto cortocircuita la conciencia, suprime temporalmente la distancia entre el yo y el mundo, exige otras distancias.
La mirada nos incorpora los movimientos y las formas percibidos. Algo sucede en nosotros y fuera de nosotros. “La coincidencia de la transformación del medio y de la actividad humana o de la transformación del hombre por sí mismo, no puede ser captada y comprendida racionalmente más que como praxis revolucionaria”, dicen las Tesis sobre Feuerbach, pero puede ser captada y comprendida mágicamente como uso, por lo menos “si la magia es una comunicación constante del interior con el exterior, del acto con el pensamiento, de la cosa con la palabra, de la materia con el espíritu” (Artaud).
El hecho de que la materia esté animada por innombrables formas-de-vida, que esté poblada de polarizaciones íntimas, es algo que el propio Marx no ignoraba cuando escribió, en La sagrada familia: “Entre todas las cualidades inherentes a la materia, el movimiento es sin duda la primera y la más significativa, no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como pulsión, dinamismo, como tormento de la materia, para emplear los términos de Jakob Böhme. Las formas primitivas de esta última son fuerzas esenciales, vivas, individualizantes, productoras de las diferencias específicas”.
A estas “formas primitivas” las hemos llamado formas-de vida.
Nos afectan, queramos o no, a través de todo aquello a lo que nos atamos, a través de todo aquello a lo que estamos atados.
Nos cuesta mucho admitir que estamos atados, porque estamos poseídos por una idea estética de la libertad. Una idea de la libertad como desapego, como indeterminación, como sustracción a cualquier determinación.
Esta disposición intermediaria donde el alma no está determinada ni física ni moralmente y donde sin embargo está activa de ambas formas, merece particularmente el nombre de disposición libre, y si se denomina físico el estado de determinación sensible, y lógico y moral el estado de determinación razonable, se dará a ese estado de determinabilidad real y activo el nombre de estado estético […] Sin duda el hombre posee virtualmente esta humanidad antes de cada uno de los estados determinados por los que puede pasar; pero la pierde efectivamente en cada uno de los estados determinados por los que pasa, y es necesario, para que pueda volver a un estado contrario, que esta le sea devuelta por la vía estética. (Schiller, Cartas…)
Esta idea de la libertad es la libertad del directivo, que recorre el mundo de hotel de lujo en hotel de lujo, la del científico (sociólogo o físico, poco importa) que no está nunca en el mundo que describe, la del anarquista metropolitano que pretende poder hacer lo que quiera cuando quiera, la del intelectual que juzga cual soberano sobre cualquier cosa desde su despacho, o la del artista contemporáneo que hace de toda su vida una “obra de arte” y para quien, en palabras del infecto N. Borriaud, el único imperativo es “invéntate, prodúcete a ti mismo”. A esta idea estética de la libertad nosotros oponemos la evidencia materialista de las formas-de-vida. Decimos que los seres humanos no están simplemente determinados, que no hay un ser puro de toda determinación por un lado que serviría de mero ropaje al conjunto de sus atributos, de sus predicados y de sus accidentes –francés, varón, hijo de obrero, jugador de fútbol, con dolor de cabeza, etc. Lo que existe en realidad es el modo cómo cada ser habita sus determinaciones.
Y en ese punto, la determinación y el ser son absolutamente indistinguibles, son formas-de-vida. Decimos que la libertad no consiste en deshacernos de todas nuestras determinaciones, sino en la elaboración del modo cómo habitamos tal o cual determinación. Que no consiste en liberarnos de todos los lazos, sino en el aprendizaje del arte de ligar y desligar. El hecho de que ese arte haya sido tildado de mágico durante mucho tiempo no nos produce embarazo alguno. Y asumimos el escándalo que pueda acarrear admitir la amenaza, en nosotros, fuera de nosotros, en todas partes, de la crisis de la presencia. Decimos incluso que si hay una igualdad efectiva entre los humanos esta se da justamente ante esa amenaza. Lo que hace de Kafka un gran comunista. Preferimos eso mil veces a la paradoja demasiado conocida por la cual cuanto más se toma uno por un individuo, mejor reproduce las estructuras de comportamiento más toscamente propias a la  “especie”, cuanto más se toma uno por un sujeto, más se abandona a las inclinaciones del conformismo más triste.
Somos conscientes de que, por ahora, desde sus limbos, las formas-de-vida se debaten en el más temible caos. Y que es el sentimiento de ese caos, así como el apego de nuestros contemporáneos a esa estúpida idea de la libertad, lo que los arroja a las redes de los dispositivos. Pero también vemos la potencia de la que disponen aquellos que han aprendido el arte de ligar y desligar. Y nos imaginamos la fuerza terrible que tienen en sus manos aquellos que elaboran colectivamente el juego de las formas-de-vida que les afectan. No tememos llamar comunismo a la puesta en común, allí donde sea, de dicha fuerza. Porque entonces los humanos llegan a la madurez y tienen en sus gestos la soberanía del niño.
“Puede que el hombre de la edad de piedra dibujase el alce de manera tan incomparable porque la mano
que manejaba la punta aún recordaba el arco con el cual había abatido al animal.”
El maná fluye, reinventemos la magia.

Notas:
* Basta con retomar la definición de comunismo de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, también conocidos como Manuscritos de París: “el comunismo es la verdadera solución al antagonismo entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la verdadera solución del conflicto entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación de sí, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie”, para convencerse de que el gesto estético no está ausente del propio programa comunista. Es decir, que la fase actual, estética, del capital, donde este da forma conjuntamente a una nueva humanidad –los ciudadanos– y a un nuevo mundo sensible –la metrópoli–, nos impone revisar nuestra concepción misma de comunismo.