El clima electoral no sacude a casi nadie

Por Alejandro Horowicz



Los resultados son relativamente conocidos de antemano, lo que quita dramatismo al recuento de porotos.  Con más del 40% de los votos escrutados la tendencia es clara. En la provincia de Buenos Aires el Frente Renovador  taladró el techo del 43% con su lista de diputados; el Frente Para la Victoria alcanzó el 31,6% ; el Frente Progresista se sostuvo en derredor del 13% ; y el Frente de Izquierda alcanzó un histórico 4,81 por ciento. En la Capital Federal el Pro conquistó con Gabriela Michetti el 38,8% ; Pino Solanas sumó el 27,4% y Daniel Filmus se tuvo que conformar con el 23,9 por ciento.

Con más del 40% de los votos escrutados la tendencia es clara. En la provincia de Buenos Aires el Frente Renovador  taladró el techo del 43% con su lista de diputados; el Frente Para la Victoria alcanzó el 31,6% ; el Frente Progresista se sostuvo en derredor del 13% ; y el Frente de Izquierda alcanzó un histórico 4,81 por ciento. En la Capital Federal el Pro conquistó con Gabriela Michetti el 38,8% ; Pino Solanas sumó el 27,4% y Daniel Filmus se tuvo que conformar con el 23,9 por ciento.

Sucedió, puntito más puntito menos, lo que las PASO auguraron. No faltarán por cierto los profesionales del optimismo que demuestren en cuánto levantaron la puntería. Sobre todo si comparan estas cifras con las de 2009. Tampoco sorprenderán en demasía. Hace tiempo que el clima electoral no sacude a casi nadie. El debate, de algún modo tenemos que llamarlo, no remontó vuelo. Las campañas nunca abandonaron la  generalidad marketinera vacía y ramplona. Las disputas jamás excedieron los nombres propios (con o sin balas, con o sin videos), y nada parecido a un relevamiento estratégico, a un mapa conceptual de los problemas nacionales, ingresó a la agenda pública. Y la mediática la siguió puntualmente. 

La batalla de los intendentes, con la gestión como estrella conceptual, siguió su curso. Y una idea de pesadez decadente, "a mí qué me importa", ganó a la sociedad, y la razón macrista por excelencia (¿alguien conoce algo más aburrido que un debate parlamentario?, por eso, mejor que un cierre de campaña, una suelta de globos)  se instaló ¿definitivamente?

La política solo interesa a los políticos, los demás desean vivir tranquilos. Entonces, se vota "normalmente" y todo sigue por el mismo andarivel, al menos hasta 2015.

Por una parte los resultados electorales son relativamente conocidos de antemano, lo que quita dramatismo al recuento de porotos, y por la otra, para la compacta mayoría, más del 50% de los electores, la política es lo más parecido a un mal imposible de evitar. Para los defensores de la "democracia abstracta", esos que festejan la "continuidad" inaugurada en diciembre del 83, el fetichismo de las urnas sigue siendo el corazón del sistema político. Los que no compartimos las alegrías fáciles, señalamos que democracia sin igualdad ante la ley (igual delito, igual pena) con impunidad sistémica para los crímenes de lesa humanidad, una democracia que conservaba en las tinieblas a los beneficiarios de la dictadura burguesa terrorista del ’76, no es siquiera formal; más bien se trata del mismo programa del partido del estado bajo control parlamentario; tan así, que votaras lo que votaras los mismos hacían lo mismo para beneficiar del mismo modo a idéntico bloque, y por tanto, en lugar de celebrar "continuidades" como las tres décadas democráticas nosotros festejamos discontinuidades, puntos de ruptura, estallidos sistémicos.

El 19 y 20 de diciembre del 2001, el "que se vayan todos", sigue siendo para mi lectura la referencia democrática a considerar. Y el restablecimiento de la relación entre los delitos y las penas, entre representación y representados, entre la política y la sociedad,  contiene el rasgo pertinente, la divisoria de aguas, el piso de cualquier programa republicano y democrático serio. Desde el momento en que la Suprema Corte de Justicia anulara las "leyes" de obediencia debida y punto final, a pedido del Congreso, la relación entre política y sociedad quedó restablecida. Entonces  la segunda oleada de conservatismo se abrió paso: los Derechos Humanos pasaron a ser un asunto del pasado, y con juzgar a todos los oficiales responsables, el tenebroso asunto quedaba clausurado. Pero nó, los poderosos de la Argentina, los que se beneficiaron con el Rodrigazo del ’75, con la cacería de activistas dinámicos reiniciada a otra escala tras el 24 de marzo del ’76, los que se llenaron las alforjas con las tasas de interés fuertemente positivas en dólares hasta la hiperinflación del 89, los perpetuos cobradores de la deuda externa, los ganadores con la convertibilidad y su estallido en el 2001, siguen siendo el inmodificado núcleo duro del bloque de clases dominantes.

Y si bien el oficialismo logró elevar el escandaloso piso de la catástrofe social (un país que produce alimentos para 350 millones de personas, no logra alimentar decorosamente a 40 millones) no logró plasmar un nuevo proyecto colectivo, ni cambiar el bloque de clases dominantes, ni terminar de alterar el sistema de valores compartidos. Ganar sigue siendo la regla de oro del menemismo líquido. Y los ganadores –basta mirar de cerca a los competidores– se parecen como gotas de ácido nítrico. Dicho de un tirón, el gobierno k restableció la posibilidad de la política, sin conformar una nueva estrategia política.  Es posible sostener: ¿quién pide tanto? Debemos admitir esta verdad miserable. Y aun así no dejamos de señalar que los problemas que nos plantea el devenir, la marcha de la crisis global, lo exigen a grito pelado; sin embargo, ni la sociedad argentina, ni al parecer ninguna otra, se terminan de hacer cargo de semejante falencia.

–Vamos Horowicz, no haga trampa. Usted no nos cuenta lo obvio: el oficialismo perdió en todos los grandes centros urbanos, y la provincia de Buenos Aires, bastión histórico de todos los peronismos, le volvió a dar la espalda. Y esto poco tiene que ver con la marcha de la "crisis global". 

Comparto la data, pero leo otra cosa. No cabe duda que el partido del descontento sigue siendo el partido mayoritario. Ahora bien, presuponer que los motivos del descontento son idénticos, contiene un sencillismo enceguecedor. Esta ha sido la hipótesis de los analistas "tradicionales", el oficialismo  nuclea una "minoría ideologizada", dicen, la compacta mayoría –los "vecinos", la "gente" – quiere otra cosa. Y la otra cosa –al menos la que se registra electoralmente – es el viejo y peludo peronismo federal. Duhaldismo sin Eduardo Duhalde. Es decir, los retoños del desflecado cuarto peronismo que añoran el mundo de la convertibilidad, en un mercado que avanza a toda velocidad en otra dirección.

Horowicz, admítalo, si quieren lo mismo; si desean vivir en el primer mundo, consumir como en los Estados Unidos, que la política no sea una aventura permanente, que la inflación no les devore los ingresos, y que la seguridad personal abandone el reino de las promesas incumplidas ¿Cuáles son los cambios que permitirán semejante evolución? ¿Votar a Sergio Massa? ¿Restablecer la convertibilidad? ¿Poner presos a los oficialistas corruptos? ¿Meter bala y bajar la edad de la imputación penal? Todo eso ya se intentó y sobrevino el 2001. Sin una política de estado sobre el narcotráfico, sin rehacer las FF AA, la seguridad seguirá siendo un argumento mendaz. Y la reforma de su cuadro de oficiales, de un modelo de construcción militar democrático, sin la tradicional "escuela de oficiales",  no es proyecto de nadie.

En cuanto a vivir en el primer mundo, conviene mirarlo de nuevo: Europa se está cayendo a pedazos. No se trata de una "circunstancia", sino de una novedad histórica de bulto. Una nueva crisis sin antecedentes golpea la aldea global. La anterior se devoró al "socialismo real", esta destruye los restos del welfare state. El mundo del trabajo no conoció, después de 1890, condiciones similares. Los actuales sindicatos ya no son instrumentos adecuados para la defensa del salario obrero. El sindicato "nacional" no puede enfrentar la "fábrica mundial". Mientras tanto, la única política global es la de los bancos, y si así fuera,  si la nueva derrota popular fuera la principal consecuencia de la crisis en marcha, el destino de la sociedad argentina no pareciera excesivamente venturoso.

En 1935, antes que la crisis europea terminara en guerra mundial, Johan Huizinga sostuvo en Entre las sombras del mañana: "Ningún paralelo histórico permite sacar la conclusión de que todo esto acabará por arreglarse. Seguimos lanzados hacia lo desconocido". Todo lleva a pensar que esa es exactamente nuestra situación actual.