El malestar social en una sociedad terapéutica
(Prólogo
de la revista de Espai en Blanc nº 3-4: La sociedad terapéutica)
En
el primer número de la revista de Espai en Blanc empezamos a abordar la
relación que existe entre vida y política. No se trataba tanto de defender un
cierto vitalismo – por otro lado difícil de eludir cuando no hay sujetos
históricos ni horizontes emancipatorios – como de empezar a explorar la
relación misma que liga vida y política, o dicho de otra manera, la
multiplicidad de sentidos que se encierran en la cópula “y” que vincula ambos
términos.
Se
puede afirmar que la característica definitoria de la época global en la que
estamos consiste en que realidad y capitalismo se han identificado. Esta
identificación se produce después de una Gran Transformación de más de treinta
años que ha visto desaparecer lo que antiguamente se llamaba “la cuestión social”.
No hace falta insistir, una vez más, que la derrota política del Movimiento
Obrero está en la base de estas consideraciones. La coincidencia entre
capitalismo y realidad significa antes que nada, que ya no hay afuera. Más
exactamente, que ya no hay afuera del capital. Todavía dentro del marxismo
clásico si bien renovado se ha querido aprehender esta transformación como una
subsunción de la sociedad en el capital, y a la vez, como una generalización
del trabajo a todos los ámbitos de la sociedad. Aquí es donde entra la vida en
tanto que problemática. Subsunción implicaría que la vida (subjetividad,
afectos…) es puesta directamente a trabajar para el capital. Este análisis
aunque cierto, es insuficiente porque desconoce justamente esa multiplicidad de
sentidos que contiene la relación entre vida y política, por lo que nos acaba
empujando hacia una posición política equivocada.
Consecuentes
con este planteamiento creemos que tendríamos que pasar de un paradigma de la
explotación a un paradigma de la movilización global. Evidentemente, este
tránsito no implica el fin de la explotación capitalista sino justamente, al
contrario, su máxima exacerbación. Desde esta nueva perspectiva, no es que la
vida sea puesta a trabajar, es que la vida misma deja de ser un dato objetivo
para convertirse en algo subjetivo: vivir es “trabajar” nuestra propia vida, o
dicho más claramente, vivir es gestionar nuestra propia vida. Se ha dicho
muchas veces que el trabajo era la mejor terapia para tener controlados a los
enfermos mentales, especialmente, a los más violentos. “Coged a un furioso,
introducidlo en una celda, destrozará todos los obstáculos y se abandonará a
las más ciegas embestidas de furor. Ahora contempladlo acarreando tierra:
empuja la carretilla con una actividad desbordante, y regresa con la misma
petulancia a buscar un nuevo fardo que debe igualmente acarrear: es verdad que
grita, que jura a la vez que conduce la carretilla… Pero su exaltación
delirante no hace más que activar su energía muscular que se encauza en beneficio
del propio trabajo.” S. Pinel: Traité complet du régime donataire des aliénés.
Paris 1836. Pues bien, hoy habría que afirmar que la vida misma es esa terapia.
Una terapia de control y de dominio. Aunque pueda parecer inusitado, el efecto
represivo que jugaba la obligación del trabajo se reformula como obligación de
tener una vida. Ahora se entiende porque la tesis central a la que llegamos – y
se trata simplemente de un corolario de la definición que establecíamos de la
época global – puede resumirse así: hoy la vida es el campo de batalla. La
vida, en este sentido, no consiste más que en una actividad privada cuya
finalidad es producir una vida privada. No somos más que vidas (privatizadas)
movilizadas para reproducir esta realidad hecha una con el capitalismo. Esta
movilización global reserva un destino diferente a cada vida. A unas las
convierte en vidas hipotecadas, a otras en residuales, a otras en emprendedores
de sí mismos. El resultado es, sin embargo, común por cuanto en todas ellas el
estado que prima es el del “estar solo”. Porque en la sociedad-red, en
definitiva, estar conectado paradójicamente es estar solo. El malestar social
será el nombre de este no-poder, de esa imposibilidad de expresar una
resistencia común y liberadora frente a las nuevas condiciones de la realidad.
El malestar social no es más que el bloqueo del camino hacia una
subjetivización política capaz de enfrentarse al mundo.
Pero
para que la movilización funcione este malestar social tiene que encauzarse, y
ese encauzamiento debe comportar, en última instancia, su inutilización
política. Para ello toda dimensión colectiva del malestar tiene que ser
borrada: el malestar social será reconducido a una cuestión personal. Así cada
vida se adapta e integra en la propia movilización. El querer vivir del hombre
anónimo funciona entonces dentro de la movilización, y como su principal
impulsor. De esta manera, vivir acaba siendo sinónimo de movilización. Es por
eso que el poder tiene que ser fundamentalmente un poder terapéutico dirigido a
mantener funcionando una sociedad enferma. El poder terapéutico no pasa tanto
por el internamiento como por la intervención sobre toda la sociedad. Su
intervención no perseguirá curar, sino prevenir, evaluar riesgos, chequear
aptitudes, y sobre todo, tratar cada caso como particular. Este es el secreto
del modo terapéutico de ejercicio del poder.
Es
importante describir sociológicamente este malestar, y así dar cuenta de las
múltiples enfermedades del vacío (estados de pánico, depresiones…) que, surgidas
por doquier, gestiona el poder terapéutico. Pero lo verdaderamente importante,
y es lo que en verdad nos interesa, es politizar ese malestar social. De aquí
que la reflexión sobre la sociedad terapéutica tenga que ir acompañada de un
análisis del estatuto de lo político en la actualidad. Que la vida es
actualmente el campo (político) de batalla nos obliga a pensar nuevamente qué
significa politizarse, ya que la politización parece ser esencialmente un
proceso de autotransformación personal. Si toda politización tiene que arrancar
de la propia vida, y habrá que ver lo que eso comporta, ocurre que una política
que se ponga como objetivo la politización de la existencia adopta,
paradójicamente, la forma de una terapia. Este resultado tiene mucho de autocontradictorio
y es inaceptable, por cuanto la “forma” terapia implica la existencia de un
experto, y en definitiva, una relación jerárquica. Pero no es fácil salir del
atolladero. Si forzosamente estamos obligados a acercar nuestra política – la
política que impulsa la politización de la existencia – a una terapia, entonces
hay que pensar una política-terapia que se libere de la terapia misma. No
sabemos cuál es el camino, pero estamos convencidos de la necesidad de apuntar
más lejos del horizonte terapéutico. El Colectivo Socialista de Pacientes (SPK)
defendió valientemente que había que “hacer de la enfermedad, un arma.” Este
puede ser un buen lema para pensar la interrupción de la movilización global, y
encarar así esa vía que desconstruye desde dentro mismo la propia terapia.