Chequeo de rutina

por Pablo Valle


¿Qué se puede esperar, hoy por hoy, de un médico clínico? Había pedido un turno al azar, como suele hacerse en las obras sociales si no se tienen buenas referencias sobre algún profesional en especial. Más que nada, necesitaba que me prescribieran exámenes rutinarios. Después vería.
Igual, no esperaba alguien tan joven. El nombre que me habían dado por teléfono era bastante atemporal. Tendría menos de 30 años. Supongo que eso fue la clave, no que fuera muy muy linda; que no lo era, quiero decir. Me gustan las médicas, lo reconozco; suelen ser mujeres de carácter, quizás demasiado, y por eso mismo nunca se fijarían en alguien como yo, etcétera. Pero en este caso era atractiva, sí, de una manera que no podría describir convincentemente, y tampoco hace mucha falta.
Como es lo habitual, me preguntó por qué estaba ahí. No, más precisamente, qué me estaba pasando.
Empecé de manera normal, digamos, contando mis síntomas principales, el agotamiento permanente, dolores en todas partes, un descenso de peso demasiado rápido. No fue muy exhaustiva para hacerme una historia clínica —51 años, le dije, vacilando como siempre que pienso en mi edad—, o quizás no le dejé suficiente espacio para preguntar, porque casi enseguida, no sé cómo, me encontré contándole una mezcla de síntomas físicos, antecedentes familiares, estados de ánimo, desastres recientes y mi ilimitada lista de automedicaciones.
Ella me miraba con ojos inexpresivos, marrones, profesionales.
—No debería tomar eso —me dijo, en un momento, me acuerdo. (O tal vez: “¿Y por qué toma eso?”.)
Yo ya sabía que no debía tomar eso, claro, pero nada detuvo mi verborrea inexplicable.
¿Tendría 30 años?
Confieso que en un momento traté de ver si llevaba alianza, después me olvidé. Generalmente, cuado hablo con mujeres se me nubla la vista, para decirlo de un modo burdo. Las veo como a través de un velo o una llovizna tenue. Mejor: las veo como si me estuviera viendo a mí mismo a través de los ojos de ellas. Pero esto es muy rebuscado, ya lo sé (y, al mismo tiempo, de manual).
Escribió algunas recetas. Era zurda, y tan acentuada que se veía obligada a escribir de manera vertical, como si lo hiciera en chino. Increíble. ¿30 años? Escribía como muchas de mis alumnas del CBC, agarrando la lapicera con las puntitas de todos los dedos. Faltaba que dejara asomar la lengua entre los dientes, por el esfuerzo.
—Subite a la camilla, así te reviso.
Ah, me tuteaba. Es un detalle que no puse hasta ahora, y lo dejo acá porque me parece muy significativo haberlo postergado, u olvidado; no sé de qué, pero muy significativo.
—Sacate esto —señalando mi buzo.
Me auscultó, me tomó la presión, esas cosas. No me decía el resultado, ni yo se lo preguntaba. Porque, mientras podía, seguía hablando, incluso explicándole detalles técnicos sobre mis enfermedades.
—Ah, también tengo esclerodermia —le dije, por ejemplo—. Circunscripta. En forma de manchas. Es una enfermedad del colágeno. No hay tratamiento. Me dijeron que no se puede convertir en sistémica, por suerte.
O bien:
—Otra cosa que tengo es una inmunodeficiencia selectiva. De inmunoglobina A. Me da 0 en los análisis. Así que todos los inviernos tengo 3 o 4 gripes, faringitis… Es genética, tampoco hay nada que hacer. Cuando doy clases, fuerzo demasiado la garganta, y soné…
Cosas así, mientras ella asentía, comprensiva.
Me hizo acostar en la camilla para palparme el vientre. (Ah, me acuerdo, sí, que después, cuando volvimos al escritorio, le pregunté si había notado algo raro, principalmente porque es en esa zona donde pienso que tengo mi cáncer. Me dijo que no.) Tenía las manos un poco frías.
Siguió rellenando recetas. De una manera rara, porque las iba dejando todas a medio completar, y las terminaba siguiendo un patrón incomprensible. Bueno, para mí —que llenaría cada receta por separado, del principio al final, TOC—, su patrón era incomprensible. Al fin y al cabo, creo que todas quedaron completas. En el sello, pude ver su número de matrícula, y pensé “Después chequeo en Internet”, para ver qué edad me da. Pero no lo hice. Los resultados de ser obsesivo y abúlico al mismo tiempo son imprevisibles.
Guardé las recetas junto con los análisis clínicos que había llevado para mostrarle (y que apenas miró por arriba). Me arreglé la ropa, la siempre anacrónica ropa que suelo vestir, como pude, y me levanté antes que ella, como si yo hubiera decidido el final de la consulta. O como diciéndole: “Bueno, ya molesté bastante”.
En vez de eso, permanecí en lo obvio:
—Cuando tenga todos los análisis…
—… Me venís a ver —terminó ella.
Se inclinó ligeramente como para besarme en la mejilla, pero yo le di la mano.
Salí hacia la calle. Ya era pasado el mediodía, pero seguía neblinoso, y yo estaba algo mareado. Me di cuenta enseguida de que no me acordaba, de que no volvería a acordarme, de su cara.
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