Entrevista a Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco

América Latina: 

Alternativa y punto de fuga

por Pablo Chacón



En Normalidad de la crisis/crisis de la normalidad, la ensayista argentina Luciana Cadahia y su colega español Gonzalo Velasco compilan una serie de trabajos de alta complejidad donde diagnostican el desastroso presente europeo y abren el juego al actual escenario latinoamericano. Cadahia nació en Buenos Aires en 1982; es master en Filosofía de la Historia. Velasco nació en Madrid en 1984; es especialista en Historia y en biopolítica.

¿Cuáles son los operadores materiales y simbólicos que le han permitido a la idea de crisis permanecer y reciclarse de manera casi continua?

Con nuestro libro hemos querido denunciar que el discurso sobre la crisis instaura el imaginario simbólico de una enfermedad transitoria que se da en el trasfondo de una salud que será inevitablemente restaurada. De la acción política dependería la celeridad de esta restauración y por lo tanto, su responsabilidad se restringiría a los damnificados durante el proceso de curación. En el marco de las políticas europeas, la simplificación del fenómeno mediante la metáfora de la economía doméstica ha dotado de la austeridad de un valor mágico-jurídico para la recuperación de la normalidad perdida, cuya efectividad radica en la capacidad para hacer de los sujetos que padecen la crisis el principal medio de su consolidación: la aceptación de las políticas de austeridad es el correlato de la interiorización de la culpa por un exceso irresponsable que ahora se trataría de restituir. El carácter individualizante de esa culpa, además, contribuye a la disgregación del lazo social, y dificulta la formación de solidaridades colectivas capaces de denunciar el carácter sistémico del fenómeno. Lo que es más, esa culpa individual tiene como consecuencia la emergencia de un tipo de indignación consistente en la reprobación moral de la mala gestión de los políticos, sus privilegios y su corrupción consuetudinaria. Este tipo de protesta deja intacto el carácter estructural del problema y no cuestiona las dinámicas del capitalismo financiero como causas del problema. Esa indignación moral es el motivo del ascenso de formaciones políticas como el Movimento 5 Stelle en Italia o UPyD en España, que sustentan su mensaje en promesas de regeneración, purificación y honestidad. La asimilación del disenso político a esta promesa de reformas -necesarias si nos atenemos al funcionamiento interno de partidos e instituciones-, tiene como consecuencia la ausencia de resistencia a la implantación de las nuevas condiciones de realización del capitalismo financiero, verdadero campo de lucha que sin embargo queda velado.

¿Qué piensan cambió en la episteme contemporánea para proponer otro modelo teórico?

A mi juicio, el principal cambio epistémico es el relativo a la noción normalizada de la justicia social. Al igual que ocurre con la verdad, la justicia también es el producto de una determinada tecnología que hace posible que una determinada compresión de la justicia sea veridicible en un periodo histórico y bajo unas condiciones determinadas. El paradigma normalizado de la justicia social, fundamentalmente tras la IIGM, ha sido el de una distribución reparatoria de la riqueza capaz de garantizar la igualdad de oportunidades en el marco normativo de una sociedad liberal. Esta interpretación de lo justo fue legitimada teóricamente en los 70, entre otros, por la filosofía de John Rawls, convertida tanto en el referente de la filosofía política académica como en el ideario mínimo de las socialdemocracias europeas. El trabajo genealógico que proponemos debe permitir distinguir dos interpretaciones de esa misma noción de justicia. La que Rawls llevó a su formulación teórica más acabada es la versión deontológica, que se propone como corolario de la razón práctica, y que por tanto aspira a una validez ahistórica y universal. En cambio, desde nuestra perspectiva genealógica, el dispositivo de la justicia compensatoria nace como una invención reformista para neutralizar el conflicto social y garantizar así la disposición emocional y la productividad laboral necesarias para el desarrollo del capitalismo industrial. Con la totalización del capitalismo financiero, lo que ha cambiado son las condiciones epistémicas de esta noción de justicia: el capitalismo hoy ya no necesita una redistribución keynesiana de la riqueza, ni requiere maximizar la empleabilidad de la fuerza de trabajo potencial. Esta distinción entre dos interpretaciones de una misma noción de justicia nos permite ofrecer un diagnóstico sobre la posición de la izquierda socialdemócrata, que solo se justifica a sí misma por la autoevidente superioridad deontológica de un ideal de justicia parcialmente redistributiva. Desde la atalaya de su superioridad moral, esta izquierda, que durante décadas ha llevado el baluarte del término medio en lo que a la justicia social se refería, ignora que en las condiciones dictadas por el tipo de capitalismo actual esa justicia moral es política y económicamente inútil. Dicho de otro modo, la inactualidad de esa justicia moral se debe a su obliteración del telón de fondo del capitalismo financiero en el que se desarrolla la escena política contemporánea. En Europa, el problema radica en que la ausencia de un correlato teórico de esa conciencia popular de la inactualidad política de la socialdemocracia está vehiculándose o bien en movimientos de regeneración democrática de libre mercado, o bien en el apoyo electoral de partidos que prometen atajar la corrupción institucional sistémica. En ninguno de los casos se ha terminado de ofrecer un dispositivo que produzca una idea de justicia políticamente efectiva en su resistencia a las exigencias del capitalismo financiero.

En América Latina, en cambio, la situación parece diferente. Por un lado, porque hay una larga tradición de movimientos sociales, algo que la socialdemocracia europea había neutralizado y que recién ahora está volviendo a resurgir. Por otro, porque el rol del Estado y la democracia en muchos países latinoamericanos está teniendo un viraje hacia lo social en un sentido muy distinto a la lógica compensatoria de la que hablábamos antes. Por supuesto que existen muchos problemas asociados con la experiencia latinoamericana (la economía extractiva y el impacto ambiental que esto genera, la desigual distribución de la riqueza, la violencia sistémica como mecanismo de gobierno), pero también es verdad que se está produciendo una interesante negociación política entre la base social y las instituciones. Y estos mecanismos de negociación van gestando una institucionalidad que en algunos casos funciona como un dispositivo de resistencia al capitalismo financiero.

En los escritos compilados hay una apuesta por la incertidumbre, por  lo inesperado, lo que no se puede evaluar, predecir, calcular. ¿Podrías explicarlo?

Más que de una apuesta consciente, diría que se trata de una tentación, motivada por el manejo de las herramientas conceptuales propias al pensamiento francés e italiano desarrollado a partir de los 70. La denuncia de la dialéctica inherente al ideal político ilustrado, así como de la totalización policial del poder, condujo a un intento de reivindicar lo político como negatividad y contingencia. La deriva política del pensamiento de la diferencia, el giro operado en la forma de pensar la comunidad en los 80, así como las distintas tematizaciones de la resistencia y del poder constituyente, cifraban en el momento propiamente político en la renovación constante de la norma a través de su ruptura. La actualidad del pensamiento de Jacques Rancière, con su insistencia en lo político como dislocación contingente del reparto policial de lo sensible, es la manifestación última de esta tendencia intelectual. Y pese a que tenga una fundamentación propiamente filosófica, la de evitar la imposición abstracta del ideal sobre una positividad social siempre cambiante, creemos que esta filosofía adolece también de una motivación epocal. Como en los 70, este sigue siendo un pensamiento de toda actualidad para pensar y legitimar filosóficamente la acción política, pero a diferencia de entonces, ya no es suficiente. En nuestra opinión, la filosofía hoy no puede limitarse a indicar que la lucha política se juega en las prácticas de subjetivación alternativas, en la dislocación de las funciones y los lugares o en la producción de tecnologías de verdad alternativas. Hoy es insoslayable tratar de inscribir la prescripción de estas prácticas en marcos de sentido más amplios, concernientes a los dispositivos que implementa el nuevo tipo de capitalismo, y que atañen tanto a la nueva condición trabajadora como a la deliberada neutralización de toda eficiencia del disenso democrático. No podemos limitarnos a apostar por introducir formas de resistencia y negatividad como si viviéramos en un orden mundial posthistórico, a riesgo de que esas prácticas políticas se conviertan en manifestaciones de diversidad necesarias para preservar el consenso generalizado. Uno de los aspectos más paradojales de estas filosofías de la diferencia y el acontecimiento es que a pesar de su fuerza subversiva, terminaron siendo funcionales al capitalismo financiero. Nuestro libro ha intentado asumir ese problema y también ha intentado revertir ese legado.
En ese mundo, a tu juicio, ¿qué futuro tienen el capital-parlamentarismo y la forma-partido?

La clave está en la noción misma de democracia. Hay dos maneras  de entenderla. Por un lado, la convicción de que la democracia es un modelo formal y abstracto, capaz de ser aplicado (desde fuera) a cualquier rincón del planeta. En este caso, pareciera que la democracia se limita a cumplir un rol técnico-regulativo, en el que el papel de la política se reduce a su mínima expresión y la figura del experto reemplaza a la del político. No hay que olvidar que este discurso se encontraba respaldado por el relato del fin de la historia y la creencia en el pleno auto-desarrollo de las capacidades individuales. La contra-cara de este relato ha sido el intento sistemático de disolver el tejido social e incorporar la lógica neoliberal en los diferentes ámbitos de la vida social. Así, la democracia de mercado, lejos de ser el espacio en el que se disputa y configuran las formas de vidas que nos damos a nosotros mismos, establece de antemano, los esquemas de deseos colectivos e individuales. Sin embargo, sería demasiado reduccionista y unilateral de nuestra parte pensar que la experiencia democrática se reduce a esto, no sólo porque existen verdaderos ejercicios de resistencia a esta forma de gobierno, sino también porque es posible entender la experiencia democrática de otra manera. Nos referimos a la experiencia que está teniendo lugar en algunos países de América latina. No negamos que lógica neoliberal también esté presente allí, pero nos parece que esta experiencia democrática permite ponerla en cuestión. Sobre todo porque al visibilizar los tensiones internas de las sociedad, muestra la dimensión política que subyace a las distintas formas de vida que hay en juego.  Por eso, celebrar sin más el fin de la forma-partido y apostar por otros modos de organización social y político puede tener el peligro de ser funcional al capitalismo financiero actual, capaz de dar golpes de Estado encubiertos (como ha sucedido en los países del sur de Europa), donde los gobernantes son reemplazados por gestores.

¿Cómo explicar el paso de la política a la biopolítica en su vertiente más totalitaria, si es que existe alguna que no lo sea?

En primer lugar, no creo que pueda hablarse de dos unidades históricas nítidamente distinguibles, una política y otra biopolítica. La biopolítica, como es sabido, nace en el siglo XIX como un conjunto de formas de saber y de prácticas que tienen a la vida de las poblaciones su campo de conocimiento y de acción. Esa serie de prácticas y los dispositivos en los que se insertan no han cejado de extenderse, en efecto, pero ello no excluye su convivencia con coyunturas de carácter plenamente político. A la hora de abordar la temática biopolítica es necesario adoptar un punto de vista extramoral. Por poner un ejemplo: las prácticas higienistas que se aplicaron sobre todo en las poblaciones urbanas depauperadas durante el siglo XIX, ¿son buenas o malas? Seguramente no son ni una cosa ni la otra. El valor de esas prácticas depende del uso estratégico. Como enseñó Foucault, esa serie de prácticas permitieron el nacimiento de un tipo de control sobre las poblaciones que posibilitó una totalización policial del poder. Sabemos que el afán por “hacer vivir” a las poblaciones adquiere su sentido en el marco de unas determinadas relaciones de producción que generan una demanda de fuerza de trabajo disponible, así como de un “ejército de reserva” que presione a la baja los salarios (algo que hoy en día ocurre a escala global). En sí mismas, esas prácticas de medicina social no eran positivas ni negativas. Los dispositivos de seguridad social propios de un estado del bienestar solo son posibles a partir de una objetivación estadística de las poblaciones que hace de cada singularidad y de cada acontecimiento azaroso un dato que permite calcular una normalidad a partir de la cual se determinan los mecanismos de protección de los grupos de riesgo. En sí misma, esta tecnología no es mala, pese a que implique un totalitarismo biopolítico. Lo es si se encuadra dentro de una distribución parcial de la riqueza  que solo busca crear una subjetividad satisfecha y despolitizada que permita dejar inanes las grandes desigualdades materiales. En nuestra opinión, el riesgo del totalitarismo biopolítico llega cuando no somos capaces de aislar los dispositivos que discriminan de producción de la verdad, que implican una exclusión entre los verdadero y lo falso, lo normal y lo patológico, ni de identificar los intereses que subyacen a los mismos. Existen algunas campos en lucha en curso, como el cuerpo y la sexualidad (que es la referencia clásica en este asunto), que deben permanecer constantes. Pero la tarea de identificación y crítica de los nuevos dispositivos de la biopolítica no debe conformarse con los logros ya acontecidos. En ese sentido, creemos que es preciso una trabajo crítico sobre nosotros mismos, en relación a nuestras emociones políticas y a los imaginarios sociales a los que van asociadas. La tarea del pensamiento filosófico tiene que ver con este intento de buscar espacios de resistencia incluso o precisamente allí donde la propia resistencia política está condicionada por el gobierno totalitario de las emociones y las identidades políticas.