Estar disponible
La “atención flotante” que Freud prescribe a los psicoanalistas es –para el autor de este texto– manifestación de un valor que se llama disponibilidad y que “no se ha desarrollado porque alteraría demasiado el edificio occidental del dominio de sí”. En China, en cambio, “la disponibilidad está en el principio del comportamiento del Sabio”, ya que “la capacidad de conocimiento tiene como condición el vaciamiento de la mente: conocer no es hacerse una idea de algo, sino volverse disponible a algo”.
Por François
Jullien
“Disponibilidad”
es una noción que permanece subdesarrollada en el pensamiento europeo: se la
refiere a los bienes, posesiones y funciones, pero casi no tiene consistencia
del lado de la persona o del sujeto. A lo sumo, es un término del escritor
André Gide: “Toda novedad debe encontrarnos siempre enteramente disponibles”.
Dado que no pertenece al orden de la moral ni tampoco al de la psicología, no
es prescriptiva (o, si lo es, no podríamos precisar de qué) ni tampoco
explicativa, por lo tanto no puede pensarse ni como virtud ni como facultad,
que son los dos grandes pilares sobre los cuales hemos erigido nuestra
concepción de la persona en Europa. La noción de disponibilidad queda en el
estadio de la vaga exhortación, o se vierte en el subjetivismo y su emoción
fácil, el mismo que mancha también la frase gideana. En suma, no ha ingresado
en una construcción efectiva de nuestra interioridad. La posibilidad de que, a
partir de ella, se elabore una categoría completa, ética y cognitiva a la vez,
nunca se desarrolló.
¿Por qué ese
subdesarrollo? ¿No será que, para promover la disponibilidad como categoría a
la vez ética y cognitiva, haría falta que saliéramos del viejo tándem de la
moral y la psicología, de las virtudes y facultades, y modificáramos
profundamente la concepción misma de nuestro ethos? (N. de la R.: Este término suele
referirse al conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el
carácter o la identidad de una persona o una comunidad.) Porque, discretamente,
sin estridencias, deslizada incidentalmente entre nuestras frases, esa noción
no deja de entablar una revolución. Socava el andamiaje en función del cual nos
representamos: el sujeto pasa a concebirse ya no como pleno, sino como hueco.
Para el sujeto se trata, nada menos, que de renunciar a su iniciativa de
“sujeto”: un sujeto que presume y proyecta, elige, decide, se fija fines y se
procura los medios. Si renuncia momentáneamente a ese poder de dominio, a lo
cual lo invita la disponibilidad, entonces teme que la iniciativa de la que se
vale no tenga límites y se vuelva intempestiva; que le cierre el paso a la
“oportunidad”, lo bloquee en una conversación estéril consigo mismo y ya no lo
deje acceder a nada. Pero, ¿acceder a qué? Justamente, no sabe “a qué”. Si el
sujeto renuncia a su propia herencia, si desconfía de su propiedad, es porque
presiente que el privilegio que se confiere a sí mismo, atándolo a sí mismo, lo
encierra dentro de límites que ni siquiera puede sospechar.
Que es preciso
abstenerse de privilegiar nada, presumir o proyectar nada; que por lo tanto es
preciso mantener en pie de igualdad todo lo que se escucha para no dejar pasar
el menor indicio que pondría sobre la pista, por más incongruente (inesperado)
que parezca; que por consiguiente es preciso mantener la atención difusa y no
focalizada, es decir, no regida por alguna intencionalidad, éste constituye el
primer consejo que Freud le dirige al psicoanalistas (“Consejos al médico sobre
el tratamiento psicoanalítico”, 1912). En el fondo, es el único que hay que
observar. Porque todos los demás, de cerca o de lejos, conducen a él. La noción
de “disponibilidad” no aparece allí, pero me parece que la reflexión de Freud
gira alrededor de ella, e incluso diría que es aquello que aporta como su verdad.
Freud llega a ese
punto por un interés estratégico, puesto que se trata de abrir una primera
brecha en el sistema de defensa del paciente. No obstante, esa concepción de
una captación que se realiza por desprendimiento alteraría demasiado todo el
edificio occidental del dominio de sí como para ser abordada por él más
explícitamente. Y Freud se interna en ese camino con extrema prudencia, en
puntas de pie. Expone una fórmula que retomará varias veces: “atención
flotante” o, traduzcamos del alemán con más precisión, “sobrevolando en igual
suspenso”. La fórmula es paradójica: “atención” pero “flotante”: la mente se
dirige hacia, se tiende hacia, pero sin nada en particular a lo cual estaría
atenta. Se concentra (atención), pero sobre todo a la vez (dispersión). Que
Freud no pueda expresar sino en una fórmula que roza la contradicción la
primera regla práctica del psicoanalista ya deja ver bastante bien hasta qué
punto ésta socava nuestro credo teórico, que realza las facultades (del
conocimiento) y su capacidad de “control”.
¿Qué sería una
atención que, sin embargo, se abstiene a su vez de concentrarse? O bien, ¿qué
es una atención, pero que no se deja conducir por su intencionalidad? Al mismo
tiempo que está atenta, desconfía del objeto de su atención. Porque desconfía
sobre todo de aquello que, en lo que dice el analizante, le interesaría de
entrada y la acapararía y, por ello, la haría pasar de largo; desconfía de
aquello que le hablaría al oído al psicoanalista (en el sentido familiar,
interesado, de “eso me suena”) y le impediría conservar el oído abierto,
vigilante, y escuchar efectivamente.
Ya que resulta
evidente que, al promover la figura autónoma del sujeto y su estructuración
interior pensada a partir de sus facultades, el pensamiento occidental ha obstaculizado
una capacidad de apertura semejante –salvo por un tratamiento reactivo y
compensatorio en un plano místico–, ¿no es ya tiempo de buscar otras
perspectivas? Pero la noción de disponibilidad sólo puede ser pensada como una
manera de operar. Ars operandi: ya no separar lo ético y lo teórico de lo
estratégico o, como sucede en el pensamiento chino, no separar la sabiduría de
la eficacia. Es que, en China, la disponibilidad resulta ser el fondo mismo del
pensamiento.
Sabio sin yo
La disponibilidad
está en el principio mismo del comportamiento del Sabio: es anterior a todas
las virtudes. Aunque es un principio que no es principio: erigir la
disponibilidad como principio la contradeciría, por la misma razón que la
disponibilidad es una disposición sin disposición fija. En esto concuerdan, ya
sea que la aborden desde una u otra perspectiva, todas las escuelas chinas
desde la Antigüedad
(lo que denomino un fondo de acuerdo del pensamiento). E incluso resumiría la
enseñanza del pensamiento chino de la siguiente manera: es sabio quien sabe
acceder a la disponibilidad; con eso basta. Por tal motivo, el pensamiento
chino nos sorprende con su antidogmatismo (aunque lo compense el ritualismo).
Podemos empezar
por aproximarnos negativamente a la disponibilidad, tal como en esta fórmula de
las Analectas de Confucio (IX, 4): “Cuatro cosas que el maestro no tenía: ni
idea, ni necesidad, ni posición, ni yo”. La evidencia china (digo “evidencia”
porque no es algo cuestionado) es que tener una idea o, mejor dicho, exponer
una idea, ya implica dejar a las otras en sombras; es privilegiar un aspecto de
las cosas en detrimento de otros y caer por ello en la parcialidad. Porque toda
idea expuesta es al mismo tiempo un prejuicio sobre las cosas, que impide
considerarlas en su conjunto, en un mismo plano y con equidad. Se ha entrado en
la preferencia y la prevención. En efecto, hay que leer la fórmula en su
continuidad. Si exponemos una “idea”, se nos impone entonces una “necesidad”
(un “hay que” proyectado sobre la conducta); a consecuencia de este “hay que”
al cual obedecemos, resulta una posición fijada en la que la mente se estanca y
ya no evoluciona; por último, de ese bloqueo en una “posición” adviene un “yo”:
un yo fijo en su surco y que presenta un carácter. Ese “yo”, preso de su
“posición”, ha perdido su disponibilidad. Pero la fórmula también hace un
círculo: debido a que el comportamiento se fijó en un “yo”, ese yo expone una
“idea”, etcétera.
En las Analectas
de Confucio, abundan las fórmulas en ese sentido: el hombre de bien es
“completo” (II, 14), es decir que no pierde de vista la globalidad, no deja que
el campo de los posibles se restrinja por ningún lado. No “se empeña a favor ni
en contra”, sino que “se inclina” hacia lo que llama la situación (IV, 10). O bien,
dice Confucio acerca de sí mismo, “no hay nada que pueda o no pueda hacer”
(XVIII, 8). Dicho de otro modo, el Sabio mantiene abiertas todas las
posibilidades, sin excluir a priori ninguna, y se mantiene dentro de lo
componible. Por tal razón, no posee un carácter y no se lo podría calificar:
sus discípulos no saben qué decir de él (Analectas, VII, 18). O bien cuando se
clasifica a los sabios en categorías –por un lado, los intransigentes, que se
niegan a sacar siquiera un poco la mano por el bien del mundo, y por otro lado,
los acomodaticios, dispuestos a cualquier compromiso para salvarlo–, ¿qué dirán
de Confucio? ¿Es intransigente? ¿Es acomodaticio? ¿Dónde ubicarlo (qué
“posición” atribuirle) en esa tipología? Mencio responderá que “la sabiduría es
el momento”: tan intransigente como los más intransigentes cuando conviene; tan
acomodaticio como los más acomodaticios, también cuando conviene. Ya no está
ligado a una u otra postura, sólo el “momento” sirve de referencia. Porque la
“sabiduría” no tiene un contenido que la oriente o la predisponga; o bien no
tiene otro contenido que volverse disponible en ocasión del momento,
renovándose incesantemente.
Vemos así que el
“justo medio”, un tema tedioso como pocos y que creeríamos que se deriva de la
sabiduría popular, sale al fin de su chatura. Adquiere un relieve inesperado.
Ya no es banal, sino radical. Ya no consiste en quedarse en un ámbito endeble,
miedoso, a medio camino entre los opuestos y temiendo el exceso (“ni tanto ni
tan poco”, como dice el refrán); evitando prudentemente aventurarse tanto hacia
un lado como hacia el otro y afirmar fuertemente su preferencia. “Mediocridad”
que no es “dorada”, como escribió Horacio (Aurea mediocritas), sino opaca,
gris. En cambio, el justo medio, para quien sabe pensarlo con rigor (Wang
Fuzhi) es poder hacer tanto lo uno como lo otro, ser capaz tanto de un extremo
como del otro. Tres años de luto por la muerte del padre, nos dicen, no es
demasiado; aunque beber copas sin medida durante un banquete tampoco es
demasiado –de ningún modo exagero–. El riesgo consiste más bien en estancarse
en un lado y que se nos cierre la otra posibilidad. En oposición a ello, la disponibilidad
consistirá en mantener el abanico completamente abierto –sin rigidez ni
evasión– de manera de responder plenamente a cada solicitación que surge.
Plenamente quiere decir: sin dejar de lado ni desatender nada, porque ningún
carácter o sedimentación interior habrá de obstaculizar esa ductilidad.
El pensamiento
chino supo percibir especialmente la diferencia que hay entre “estar en el
medio” y “estar ligado al medio”. Por un lado están aquellos que no
sacrificarían un pelo por el bien del mundo, y por el otro aquellos que están
dispuestos a hacerse masacrar por su salvación: un “tercer hombre”, que está en
el medio de esas posturas adversas, parece “más próximo” (Mencio). Pero “estar
ligado a ese medio sin sopesar la diversidad de los casos es aferrar una sola
posibilidad” y “dejar ir otras cien”; y por lo tanto es “arruinar el camino”.
Desde el momento en que nos atenemos a una posición, se fija un “yo”, el
comportamiento se estanca, algún imperativo o algún “hay que” se estabiliza y
ya no estamos en armonía: la plenitud pierde su amplitud y ya no reaccionamos a
la diversidad que se ofrece. Porque la disponibilidad, como disposición
interior que se abre a la diversidad, va acompañada de la oportunidad: está
disponible aquel que sabe –como también dijo Montaigne aunque sin convertirlo
en disposición del conocimiento– “vivir en buen momento”.
Este pensamiento,
como dije, no es privativo en China de una escuela particular, y la misma
capacidad de conocimiento tiene como condición el vaciamiento de la mente: el
“conocer” chino no es tanto hacerse una idea de algo cuanto volverse disponible
a algo. Se produce una purgación interior, no por medio de la duda que elimina
los prejuicios, sino mediante un abandono generalizado, que se efectúa no a
nivel del intelecto sino del comportamiento. De allí surge el desprendimiento,
que le da su amplitud al acceso. Hay que cuidarse de dejar que la mente se
vuelva una mente “dada”, dice Zhuangzi. Una mente dada, rígida, constituida,
cuya actividad entonces se paraliza y que se encierra dentro de su perspectiva,
se vuelve sin saberlo un punto de vista. Porque la primera exigencia, ya sin
proyectar una preferencia o una reticencia, es mantener todas las cosas “en pie
de igualdad”. Es incluso porque sabe mantener todo en un pie de igualdad, como
muestra pertinentemente Zhuangzi, y está en condiciones de remontarse al fondo
indiferenciado, “del tao”, de donde brotan todas las diferencias, que el Sabio
está en condiciones de acoger la menor diferencia en su oportunidad, sin reducirla
ni dejarla pasar. El “yo”, que deja de ser un obstáculo (lo que significa
“perder su yo”, wang wo), puede escuchar entonces todas las músicas del mundo,
diversas como son, en su espontáneo ser “así”, a placer, acompañando su
despliegue singular.