Cuando gatillar es fácil

por el colectivo Juguetes Perdidos


"Lo mataron de una puñalada en el corazón... fueron los pibes de allá... bah no sé... era un gil... tenía 16 creo... mejor que lo mataron, sino lo mataba yo...” “–Se cagaron a tiros, murieron tres pibes... creo que alguno era de acá, pero no sé... no podía salir a la calle... –¿Qué pasó? –Fueron a comprar y se encontraron justo, ya estaba todo mal entre estos pibes... Era un atrevido ese... Hace ya dos semanas que se encuentran y se cascotean...” “–¿Pero sabés a quién mataron?... –A alguno, no sé... que se maten entre ellos, vos qué te metés.”

Charlábamos con unos amigos en Don Orione una mañana... Secuencias de muertes que quedan debajo de nuestros registros, muertes que pasan, muertes que no importan, muertes de enfrentamientos entre pibes, entre bandas de diferentes barrios. El gatillo fácil a veces no es exclusivo de la yuta. El gatillo es fácil cuando se rompen códigos que nos contengan.


De este modo íbamos viendo que cuando la muerte aparece como fija en el barrio, como noticias que pasan así nomás sin pestañar, esos tics de lo escalofriante, se nos vuelve indiferente. Y no es gratis este movimiento. Si la vida del que comparte con vos una forma de moverte, de andar por el barrio, se vuelve indiferente, necesariamente tu vida entra también dentro de lo descartable; una fija. Entonces cualquier muerte se justifica, y justifica cualquier otra muerte más en el barrio, o en el barrio de al lado, o en el de más allá...

La charla seguía, y se hacía muy difícil armar un discurso en común acerca de las muertes que se sucedían en el barrio. Faltaban imágenes y palabras para lo que iba apareciendo. O se producía una distancia pesada con lo sucedido, legitimando la repetida justificación policial del ajuste de cuentas, en un tenebroso que se maten entre ellos; o la opción era rendirse a una fatalidad indiscutible, natural: “cuando salís sabes que podés no volver”. Difícilmente se podía poner en cuestión esa naturalidad ante la noticia de que aquel que ayer estaba, hoy no está. Lo que era claro era que estas muertes parecían no importar, que pasaban como fija: cualquiera podía morir de cualquier forma... El paisaje de fondo de la charla, de las noticias de violencia y de casos de muertes en Don Orione es siempre una mirada que se activa todo el tiempo entre los vecinos, los que pasan por ahí y se enteran, y hasta entre los amigos y familiares del pibe asesinado... una mirada que deja escapar un “algo habrá hecho” o un “por algo será” y que cubre todo de aceptación, justificación.

La ecuación es: pibe chorro = vida que no importa. Y esa mirada entonces se vuelve el único modo de entender y captar los desbordes en el barrio, más allá que después todos nos enteremos de que la mayoría de las muertes no sólo respondan a la “inseguridad” o a la “violencia entre bandas”, sino que incluyen muchos desbordes sentimentales (peleas de parejas, familiares, entre amigos) o choques y roces contingentes, azarosos (peleas por un vuelto, o por estar secos). Da igual: la mirada criminalizadora se activa como única lectura y cierra el proceso de pensar la muerte. “Seguro que era chorro”.

Todo se traba en este punto. Los silencios, la vergüenza, la impotencia de no poder ir más allá de estas sentencias, incluso en los mismos pibes y pibas que comentan un nuevo caso de muerte barrial... Se corta cualquier movida de pensar la violencia en el barrio, activar otra mirada, conjurarla, volverla un problema de todos, hacer algo con eso. La muerte como fija es un mecanismo que actúa al interior de los cuerpos, los gestos, los modos de plantarse y andar por los barrios: es una forma de leer las vidas y lo que ellas significan, donde la muerte se vuelve un destino posible, o inevitable, con el que cargan algunos. Una pantalla de juego donde la indiferencia o la aceptación aparece tapando todo, como si fuera una anestesia necesaria para andar en este juego... Pero si no podemos pensar la muerte de un amigo, un conocido, un pibe del barrio, esa violencia permanecerá latiendo, crujiendo entre nosotros, desarmando códigos.

Con la muerte como fija, el “A mi no me importa morir”, que puede ser o pudo haber sido un gesto potente (desafiante, de aguante, de plantarse) cambia de sentido y se desplaza libremente por el barrio, incapaz de hacerle frente a esos “seguro que era chorro” o “qué te importa, seguro en algo raro andaba”. Y en esa secuencia, lo que queda en riesgo son las maneras de relacionarse y de andar por la calle, de hacer banda. Algo importante se juega en el acto de gatillar o andar calzado, en las muertes y peleas entre bandas... hay vidas que cargan con el riesgo, que llevan la muerte como fija en sus espaldas... algo hay que hacer con eso, decían o callaban los pibes de Don Orione esa mañana tan común como las demás.