Pasión Piola
Por Diego Genoud
No pude ir a Córdoba por el laburo pero quería. Sentía que no podía
faltar después de haber ido de visitante a casi todos los partidos, incluido el
de Bahía Blanca contra Olimpo, donde empezamos a sentir en el pecho que nos
íbamos y nos íbamos. En el segundo tiempo, vi por la tele al Pelado, agarrado
del alambrado, como intentando sostenerse para no derrumbarse, muerto de frío y
de dolor, con su gorrito colla como única protección. Cuando terminó, le mandé
un mensaje para saber cómo estaba. La respuesta llegó al rato, lacónica: “Murió
River”. Eran las 23.46 del 22 de junio del año que cambió nuestras vidas, las
de millones. Todavía faltaba la revancha, pero ya no la esperábamos.
A la mañana día siguiente, ya por Rosario, me escribió: “Estoy
convencido de que anoche murió el River que conocimos y nació otro”. Sabemos
que el futbol es importante en sociedades como la nuestra. Pero con River
asistimos a una metamorfosis que nos toca a una mayoría. Primero que nadie a
nosotros, la nación riverplatense, una identidad de contornos deformes y en
expansión. Un lugar al que se puede volver siempre sin pedir permiso ni mostrar
credenciales. Eso es lo que hace al fútbol el más democrático de los deportes.
Pero este descenso también toca a todos los que nos odian que, para bien o mal,
no conciben a la A
sin nosotros. Gozan nuestra debacle pero sienten nuestra ausencia. Es así.
Irse a la B
es una marca que no se olvida. El Pelado dice que murió el River que conocimos
y nació otro. ¿Cómo será? Por supuesto, mejor. Indicios. Los hinchas de River
nostálgicos del 2001, minoritarios claro, jugueteábamos desde antes con las
comparaciones. Aguilar era Menem y Passarella pintaba –de a ratos todavía
pinta- para De la Rúa. En
las tribunas, la contracara. Durante el tramo final del campeonato, la hinchada
no sólo siguió colmando la cancha: buscó meterse en el campo de juego con su
aliento. Se palpaba que la mayoría de los que íbamos al Monumental queríamos
salirnos del rol de espectador. Los pibes que rompieron el alambrado y se metieron
en el césped del estadio Alberdi, en Córdoba no eran una expresión aislada. El
que dice lo contrario miente o no sabe lo que River viene siendo.
Digámoslo de una vez: los que van a la cancha son el futbol, los demás
son comentaristas. Son los que le dan color, le imprimen tensión y derraman
dramatismo en el lugar en el que hay que estar. Los que dedican el día –hubiera
dicho domingo hasta hace unos meses- a ser parte del folclore, los que alientan
y dejan todo. ¡Existe esa gente! Pedimos disculpas a los que no creen en nada.
Hay gente que va a la cancha porque se le cantan las pelotas –cada vez más los
ovarios- y es feliz así. Nos gustaría que nos ubiquen en ese pelotón. ¿Por qué
lo hacen? Podríamos decir que es por amor. Otro sentimiento no define con
precisión esa entrega en función de algo que no reditúa de manera directa en el
que siente pasión.
Hay un protagonismo ahí sin dudas que aparece en momentos clave. Contra
Belgrano en el Monumental, los que se combatieron con la cana en el playón del
club eran pibes. Sus movimientos eran similares a los que se vieron ese 20 de
diciembre en Avenida de Mayo. En cambio, a un grupo grande de los Borrachos del
Tablón, los vi irse por el puente de Udaondo muy rápido con sus bombos. La
relación entre la barra y el resto de los hinchas es para hablar largo.
Cambiaron mucho los cabecillas en la última década. Algunos alientan y
organizan pero otros se paran durante los noventa minutos como si efectivamente
estuvieran en un boliche, de brazos cruzados y trabados. No está muy claro de
qué se ocupan, más allá de vigilar. Al lado de esa gente, muchas veces incluso
viendo a este River que se iba a pique, fui parte de una fiesta que los
ignoraba. Los chalecos de gremios que se cagaron a tiros varias veces juntos en
el paravalanchas como si nada. Esa es la barra, es verdad, ¿para qué generar
nuevos mitos que, si rascas un poquito, se caen a pedazos? Conducen pequeños
grupos, manejan las banderas, ensayan una coreografía inicial y sugieren canciones.
El resto va por la suya, lucha su entrada y transpira en la tribuna. Sugieren
dijimos porque cada vez más la mayoría se rebela contra los insultos. Ya se vio
en el primer partido en el Monumental contra Chacarita que ahora las canciones
surgen de otros rincones.
Hay un cambio en la subjetividad de millones de hinchas y en la cancha,
se vive. Primero, casi nadie insulta a los jugadores, apenas sucedió cuando nos
fuimos a la B y de
todos lados se respondió coreando “soy de River”. Segundo, una obviedad: el
River de estos años se contrapone claramente al de la década triunfal que
coincidió con el menemismo. River cada vez gana menos y cada vez alienta más.
River –nosotros sus hinchas, los que respondemos por él- ahora sabe que en la
vida hay que luchar, que hasta los grandes pueden caer y que habrá que
reconstruirse desde abajo. Depende de nosotros. Nadie vendrá a salvarnos. Eso
esperamos además porque nos gusta la épica.
River empezó a cambiar de piel y a discutir la teoría de las hinchadas
que nos odian antes de descender. Salió primero en recaudaciones en 2008,
cuando quedó último en la tabla y Boca primero. Lo dice clarito una canción
yeta pero cierta: “No alcanzan las tribunas, no alcanzan las entradas, le
demostramo lo que es River en la mala”. Un hit. Empezamos a corearlo contra
Godoy Cruz o All Boys y no ganamos más.
En la calle se ve que River
es un equipo cada vez más popular. ¿Alguna vez fue distinto? Probablemente no,
pero hay un acelerado proceso de plebeyización. Barrios, lugares, caminos que
andamos donde antes veíamos más camisetas de Boca que de River. Ahora es al
revés. En cambio, muchos hinchas de Boca sufren el cerrojo que Macri puso para
entrar a la Bombonera.
No pueden reconocerlo, hacen bien incluso, pero es así. River
es un sentimiento cada vez más potente en los sectores populares y ahora que
estamos en la B va
a ser todavía más fuerte. ¡Para qué vamos a mentir!