Estética y Política
(en tiempos de Andrea del
Boca)
Por Diego Picotto y Emilio Sadier
“Para nosotros nunca había habido alternativa
al mundo, sino siempre alternativa en el mundo”
A. N.
“Buscar y saber reconocer quién y qué, en
medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio."
I. C.
1.
Somos de un
tiempo histórico que no vivió la existencia del arte: criados en los '80, vimos
nacer a Spielberg de las manos de E.T. Del arte como tal pudimos en todo caso
vislumbrar sus espectros, migas en la bandeja con forma de simulacros (Jean Baudrillard
lo bichó antes que nadie). Nuestra experiencia estética, en el mejor de los
casos, ha sido y es promiscua. Disfrutamos tanto del cripticismo de vates
sesentones como Spinetta o Carlos Alberto Solari como del disaing jaigtech de
los rezagos industriales que nos llegan del lejano oriente bajo la forma de célus,
notbuks, netbuks, ipads, ibuks y demases gadyets.
Reconocemos el asombro y el placer estético mucho más en relación a ventanas en
la web que a cuadros colgados –y, al respecto, nuestros oídos han visitado sin
duda más charangos que filarmónicas. La ciudad misma (organizada en conjunto
por dinámicas de expansión inmobiliaria y de producción social del hábitat) se
vuelve un gran muestrario de estilos, modas y ondas, transpirando estética por cada uno de sus poros.
Si pudiéramos
hablar de percepción generacional, diríamos que nuestra generación se vincula
más, en términos estéticos, con el diseño
que con el arte. Nacidos en el filo
de la derrota de las vanguardias, no podemos sin embargo decir que hayamos sido
arrojados al peor de los mundos (estéticos) posibles. Día a día es factible
constatar que aquello de que el utilitarismo de la razón instrumental estaba
reñido con la expresión estética era una falacia, o al menos un notable error
de cálculo: pareciera que, nunca como hoy, el valor de cualquier
objeto-mercancía depende del aspecto estético. Subsunción, nombran algunos a este fenómeno. Control del territorio de la vida por parte del capital, agrega una
banda de latinos peninsulares. Lo económico subsume, así, a la estética a tal
grado que nada puede elidir lo estético como aspecto constitutivo del propio
valor económico. Es lícito preguntarse, en ese sentido, qué diría frente a una
góndola de supermercado aquel mano moribundo que ponderaba la belleza de
una cafetera en un episodio memorable de El Eternauta (producto
artístico hoy curiosamente recuperado como ícono intervenido en clave
retro-política).
2.
El arte estalló
hace rato y sus esquirlas se esparcen por todo el entramado social-vital,
alcanzando al conjunto de los objetos y sujetos de este mundo. Con todo, se
hace bien difícil aprehender la multiforme y en buena medida sutil experiencia
estética contemporánea limitándonos a las categorías clásicas del arte como
campo específico (autor, obra, público); tarea tan complicada como tratar de
entender la experiencia de la cotidianidad pública con ciertas categorías
clásicas de la política (pueblo,
nación, representación, partidos, ideologías). Persistir en el uso naturalizado
y despreocupado de esas nociones es como querer cubrirse de un aguacero
abriendo un paraguas agujereado.
De la vieja idea
de la separación de campos (la política, la economía, el arte) quedan no mucho
más que fantasmagorías. Por caso, la literatura: "Hoy todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es
cultural (y literario) (…) Estamos ante el fin de una era en que la literatura
tuvo una lógica interna y el poder de definirse y regirse 'por sus propias
leyes' e instituciones -la crítica, la enseñanza, las academias, el periodismo-
que debatían públicamente su función, su valor y su sentido. Es el fin de la
autorreferencialidad de la literatura", dice Josefina Ludmer, ensayista
argentina que propone la noción de literaturas
posautónomas para dar cuenta de prácticas y producciones escriturarias surgidas
luego del estallido del arte, obras que aparecen como literatura “pero que no se
las puede leer con criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo,
escritura, texto, y sentido.” Literatura que en su ajenidad consigo misma compone
imaginación pública, fabrica presentes,
abre campos, produce mundos posibles.
Claro que
siempre está la opción de hacer como si nada hubiera pasado, simular y seguir
el juego: arte de señoras (y señores) gordas (y gordos): “¿viste a última de Woody Allen, gordo? ¡Ah,
París, el arte...”. The show must go on: el arte, en tal caso, goza de
buena salud, aunque huela a zombie que pulula por conferencias, muestras,
instalaciones y conciertos, circuitos culturales y formularios de becas y
subsidios estatales y privados. La impostación artie sigue siendo una deriva posible para lo estético, aunque marginal
(en comparación con el lugar que ya ocupa actualmente la estética, vía
marketing, al servicio de la regulación de modos
de vida).
3.
Si en el
imaginario sesentista y setentista la estética estaba subordinada a la política
(bajo la figura siempre escurridiza del “compromiso”), en las dinámicas
sociales del post-ochentismo la política se muestra cada vez más subordinada a
la estética. Menemismo se llamó en
nuestra cuadra a esta novedad, no sin esquematismo y cortedad de miras. El asesor de imagen pasa a tener mucha más relevancia
que el vicepresidente o el ministro de cultura. Única ideología posible: la imagen positiva (o “negativa”) que
arrojan las encuestas. Encuentro virtuoso entre los restos de dos campos en
descomposición (la política y el arte) y una moderna y arrolladora ciencia (el
marketing, la publicidad); encuentro al que en estos últimos años se sumó —entusiasta
y militantemente— el periodismo. ¿Con qué lenguaje hablar estas
transformaciones? ¿Con el del “compromiso” del artista? Sólo ver los modos de adhesión
de los “artistas cristinistas” al modelo hace desconfiar de que ése sea un
camino posible: máxime si la memoria sirve para, además de tantas cosas, tener
en cuenta que la utilización de aquella noción en su momento de auge allá por
los años sesenta estaba inequívocamente asociada al término “revolución” (hoy
día exhumado como título de un biopic sobre don José de San Martín
perteneciente a la serie de telefilmes “Libertadores”, sobre los héroes de la
independencia de América Latina, impulsada por la TVE y otras productoras
españolas en el contexto de los bicentenarios). Mas, si no quedase alternativa
a presentar el problema en términos de “compromiso”, podríamos conceder que
éste hoy es total, absoluto, a condición de precisar: un elemento
imprescindible del vínculo entre el arte devenido publicidad y la política como
escenario de estrellas gestoras de su propio brillo.
Dicho de otro
modo: luego de Nacho Copani, Flopy Peña y Andrea Del Boca se pone
áspero recuperar y esgrimir la figura del compromiso
político tan en boga medio siglo atrás, ya que el piné de las
intervenciones públicas ensayadas por la mayoría de los hoy comprometidos a lo sumo permite hablar
de una dinámica de mera adhesión y
publicidad de preferencias, donde la celebridad se muestra ella misma fan y
admiradora de la escena política. El
lenguaje de la estética ha colonizado y reconfigurado la política –incluso
mucho más allá del marketing, incluso en nosotros,
en nuestras vidas políticas. El arte no se puede comprometer mucho más que con
lo que ya está engarzado material y eficazmente: con la elán económica,
en aras de la producción de mundos (de consumo) aquí y ahora. Semiocapital llama un amigo de un amigo
a este berretín. La estética, así, deja de ser un campo para extenderse sobre
las formas de vida (diseño, publicidad): nada puede no tener diseño en la vida
actual (uno de los motivos no menores, seguramente, por el que perdieron su
guerra los soviéticos, cuestión que nos condenó de ahí en más a padecer y
soportar la triste perorata de la batalla
cultural).
En ese berenjenal,
la figura que mejor parece expresar y sintetizar el compromiso del arte con la
política es, curiosamente, la del “creativo publicitario”. En el pasaje de la
figura individual del artista (o del autor) al creativo —término que, más allá de su carácter singular, nombra por
lo general a colectivos puestos a producir sentido estético— hay mucho más que
una simple utilización de los recursos estéticos en favor del poder político,
del statu quo, del orden del mundo;
hay más bien una concepción novedosa del vínculo entre estética y vida
cotidiana. Diseño y publicidad son el resultado probablemente paradojal de los
dos postulados principales de las vanguardias estéticas (las “históricas”, de
la década del veinte, y las “neo”, de la década del sesenta): “todos pueden ser
artistas” y “el arte debe aproximarse lo máximo posible (aun al punto de
fusión) a la vida”. El creativo es una de las declinaciones de ese “todos”: el
creativo como figura colectiva con voz pública es, en tal sentido y mal que nos
pese, el más comprometido en términos
de acción estética. La ductilidad en relación a materiales y técnicas
compositivas, el manejo de la contingencia, la capacidad de poner en relación
deseo, vida y expresividad, la amoralidad como principio productivo, cualidades
en otros tiempos entendidas como patrimonio del artista, se verifican hoy cotidianamente,
y de manera privilegiada, en las producciones del mundo de la publicidad.
4.
¿Cómo pensar una
experiencia estética cuyo horizonte no quede reducido a la reproducción del
mundo (de la publicidad y las marcas) ni su politización a marchitas dinámicas
de adhesión o compromiso? ¿Cómo tejer una experiencia estética que permita
gambetear la viva boba, el repliegue sobre la pequeña tribu, la gestión –siempre
al borde el naufragio– de la vida individual? ¿Es posible que prácticas antes contenidas
en el campo del arte sean reorientadas a contener
la guerra de modos de vida que
caracteriza nuestra existencia urbana contemporánea? ¿Con qué imágenes de
politización puede uno toparse en ese territorio?
“La función
central y constitutiva de las prácticas artísticas no consiste tanto en contar historias como en crear
dispositivos en los que la historia pueda
hacerse”, formulaba el esquizoanalítico Félix Guattari en un texto
olvidado. Sospechamos cierto valor de la experiencia estético-artística como
soporte y motor de estos dispositivos por los que transcurre la historia, dispositivos
productores de mundos, de sentido, de subjetividad (de la fábrica de presente a
la producción de posibles). La experiencia estética aparece así como un espacio
de exploración de las potencias y límites de la vida en común en un momento
determinado. Porque ésta puede volverse –e incluso debería, en condiciones en las que la aceleración y mediatización
de la existencia tiende a bloquear y automatizar los afectos, el deseo y la
facultad de expresión– una apuesta a la reactivación de la sensibilidad, al
encuentro con la corporeidad del mundo y a la capacidad de apertura a lo
indeterminado como condición de constitución de lo público.
Y este hacerse de la historia no es un nunca un
devenir individual y determinado. Gran parte de la potencia de estas dinámicas estéticas, intuimos, reside en el
desplazamiento de la figura del autor (soberano del texto y del presente que
fabrica) y en la gestación de prácticas de producción híbridas, ambiguas,
anónimas (escribir para poder ser anónimo: lo otro exacto del mundo de las luminarias artísticas, televisivas,
académicas, tenaces gestores de su propia y, en general, escasa luz). Dinámicas colectivas no reducibles a un yo y una conciencia personal. Dinámicas colaborativas que desdibujan
los lugares en juego y los límites de la obra (en las que ya no es evidente la
existencia de un público o un auditorio, como un afuera de lo producido o provocado), evidenciando la cooperación como
fundamento de un presente en el que los medios de producción pasan por nuestras
manos y nuestros cerebros. Dinámicas
posautónomas que se desarrollan sin basar su legitimidad en marcos de autoridad
indiscutidos que las organice y las valore, cuando buena parte de las
categorías que permitían mesurar el valor de una obra y se revelan anacrónicas
e inútiles.
Hallamos,
finalmente, una valía singular en iniciativas más preocupadas por la puesta en
común de imágenes, sensaciones, ideas, afectos que por el la codificación
mercantil- institucional de las mismas. Sin sentimentalismo alguno, sin la
ingenuidad de un alternativismo cándido,
solemos encontrarnos seducidos por dinámicas de producción y circulación desplazadas,
aun levemente, de las jurisdicciones del mercado, de las lógicas empresariales,
del éxito comercial, dinámicas autogestionarias creadoras de sus propios
sentidos. “Proyectos” es el término que Reinaldo Ladagga, rosarino-pensylvanés especialmente
atento a las transformaciones el campo de lo artístico/estético, propone para
estos dispositivos en los que la historia
puede hacerse: no producir una obra sino participar en la formación de ecologías culturales que, a través de
dinámicas de colaboración –durante tiempos prolongados— entre numerosos
individuos, “artistas” y “no artistas”, enunciar y ensayar respuestas acerca
del viejo, político y siempre vigente interrogante: “¿qué es una comunidad?”
5.
Es quizá por
este motivo que nos interesa el arte
al punto de seguir rondando su esquina aun cuando lo sepamos muerto hace
décadas. Nos inquieta tanto la fuerza de la omnipresencia cotidiana de lo
estético como su capacidad —no siempre estimada y activada en las dinámicas
sociales actuales— para problematizar el mundo y las posibilidades subjetivas
que se desprenden del presente. Ambas declinaciones anónimas e impersonales de
una contemporaneidad, con todo, fascinante. En la primera, allí donde somos participes
medianamente inconsultos del festín del diseño, del arte, de la moda y de la
vida estetizada hasta sus últimos resquicios, poco podemos hacer más que
intentar no sucumbir asfixiados bajo el peso muerto del consumo; a lo sumo, buscar
intervenir, recombinar y sabotear lo más posible la incesante producción en
serie de objetos e imágenes de felicidad. En la segunda, aunque plegada sobre
la anterior, la experiencia estética hace historia, comunidad y punto de
anclaje sobre el que pivotear el presente, es una alternativa en el mundo, en medio del infierno. Por
eso la reconocemos, la hacemos que dure, le damos espacio.