El discurso de Horacio


Siempre tenemos que estar explicando quiénes somos, si somos o no…

Acabo de ver a Horacio (González) en 6, 7 y 8 (noche del 22 de abril, clima infectado por la participación de Vargas Llosa en la Feria del libro). Como siempre, querible. Apenas aparece esa figura para muchos conocida, con el pelo largo y sonriente, con la mirada extraviada de estar pensando mientras habla se me vienen los recuerdos de conversaciones, charlas, clases. Algo “nuestro” (algo vinculado a la Facultad de Sociales) se exhibe inesperadamente en público a través suyo. Porque el discurso de Horacio proviene de sitios más familiares y menos consagratorios. Sitios como los bares de las proximidades de Marcelo T. de Alvear 2230 o del viejo café “El británico”, de San Telmo. 


Más de una vez me encontré “bancando” (la palabra es desproporcionada pero se entiende) a Horacio sin estar de acuerdo con él por aquello de que es preferible -y más divertido- errar con él que acertar con sus oponentes. Este método no falla. De hecho, Horacio sorprendió una vez más con la deslumbrante zaga de artículos publicados en Página/12 durante el largo verano que va del 27 de octubre –fecha de la muerte de Néstor Kirchner– a marzo del 2011 –fecha de la polémica en torno a Vargas Llosa. La serie empieza con “Retrato de un matón” a propósito del asesinato de Mariano Ferreyra, sigue el artículo sobre la Vuelta de Obligado, en polémica con el festejo oficial y luego “El idioma de Félix Díaz”, sobre la represión en Formosa y “Una moral ¨sin más¨”, sobre la represión en el Indoamericano.

No creo que haya demasiados ejemplos de una peinada a contrapelo tan salvaje, sutil y oportuna como aquella que hiciese Horacio, funcionario a cargo de la Biblioteca Nacional, sobre las bases mismas en las que se estaba produciendo aquel vertiginoso consenso militante que siguió al velorio de Kirchner.

Dicho esto, lo que vi hoy en la tele no me gustó. No apareció el Horacio capaz de sorprender, salvo en un breve comentario sobre Ángel Cappa. Chicaneaba como un 6-7-ochista más. Para mi sorpresa, acabé por prestar más atención a Osvaldo Bayer, el otro invitado del programa. Todo esto debo decirlo como modo de introducción para lo que verdaderamente quiero concluir sobre el episodio con Vargas Llosa. Desde el inicio sentí que no había espacio –de nuevo– para criticar a Horacio y, al mismo tiempo, que la cosa no sería fácil para él. Antes y después de su Largas a Vargas (con su remate soberbio) tuve una misma sensación: Horacio tenía razón a pesar de que se metía en una trampa muy difícil de sortear (lo que favoreció que muchos digan que se había equivocado). Y tenía razón, digo, por razones no muy claras. 

Se ha discutido tanto estos últimos 45 días sobre el asunto que se me escapan todos los matices argumentales. Pero reconozco dos impresiones perdurables. La primera es que Horacio tuvo razón todo el tiempo, incluso a pesar suyo, incluso a pesar de que sus razones no triunfaron. Y es que no cabe someter a Horacio a sospecha alguna (y menos a condena sumaria como hicieron no pocos opinólogos) respecto de la cuestión de la tolerancia. Me animo a afirmar que el pensamiento de Horacio funciona en una dialéctica muy compleja respecto del otro, y que la tradición liberal no le es para nada ajena. Muy por el contrario, creo que una de las derrotas de Horacio en estos episodios es la licuación de este modo tan propio de un pensar esencialmente dialógico. Alguien ha preguntado qué hubiese sucedido si en lugar Vargas se hubiese tratado de Borges. Aunque Horacio respondió más de una vez que no había comparación posible, asumamos que para muchos lo que se discutió fue eso: ¿qué hacemos con Borges? Y creo que la respuesta es demasiado sencilla: Horacio es borgeano y ese vínculo González-Borges, es precisamente lo que descuidó tanto en la argumentación kirchnerista como en la antikirchnerista durante estas largas semanas. 

Lo segundo que me queda en claro de este de episodio es el fuerte contraste entre este gesto y la –para mí– desafortunada participación de la presidenta “desautorizando” a Horacio frente a la reacción de los medios ante su primera carta, y empleando para todo ello la expresión “libertad” (de prensa, de opinión, da igual). Cabía imaginar una escena distendida en que la presidenta, sonriendo con González en público, ironizara sobre la hipersensibilidad de quienes malinterpretaban la invitación a la discusión con la inexistente vocación de censura. Pero no fue así, y de remate, Horacio Verbistky reforzó el gesto presidencial en una de sus columnas de los domingos, comparando a Horacio con la impresentable diputada Conti. Esperemos que el reciente libro de Horacio (Kirchnerismo: una controversia cultural) corra mejor suerte en un debate que, bien mirado, implica una apertura dentro del propio campo (y del propio campo intelectual oficial, ensombrecido por figuras como la de Coscia). 

Las tensiones que un tipo de su generación y su amplitud de lecturas y sensibilidad puede proponer al debate público para desarmar simplificaciones atroces (un Horacio borgeano) no cuaja con la muestra del Palé de Glace sobre “pensamiento nacional”. El problema se presenta, creo, cuando ante la incomprensión en el propio campo, HG se recuesta en los compañeros de 6, 7 y 8 neutralizando su potencia irónica de otras apariciones (o escribe a partir de una imagen melancólica del intelectual que lo aproximan peligrosamente a las simplificaciones –Foucault = fundaciones gringas!- tipo Fenimann: “¿Persisten intelectuales de este rango? ¿Los años foucaultianos, con su intelectual cartógrafo o micropolítico, no los han desplazado? ¿Los modelos de investigación universitaria, las redes institucionales de tecnologías archivísticas y modelos de pesquisa, no los han convertido en anacrónicos? ¿Las foundations neoconservadoras no han creado una nueva figura del converso, el sepulturero más eficaz del pasado que lo persigue quedamente?”). Dicho esto, corresponde señalar el equívoco por el cual se festeja o condena a HG por lo que no es (o, al menos, ¡por lo que podría no ser!). 

Efectivamente, creo que Horacio se ha encomiado a la tarea solitaria, pero indispensable del trazado de una diferencia en la diferencia, de la exposición valiente en el modo de tratar los contrapuntos de todo aquello que hoy se elude estúpidamente (tanto entre distantes como entre amigos) y del ejercicio fundamental de esclarecimiento de las tensiones y posibilidades de este momento inquietante del proceso político en curso. Horacio –esto es, creo, lo difícil de asumir para propios y extraños– se ha atrevido a escribir (al menos hasta el episodio Vargas) por el quantum de no-kirchnerismo que el kirchnerismo posee en su interior al menos y sobre todo a partir del 27 de octubre. Quiero decir: no alcanza con admirar –como quien queda perplejo ante una virtud ajena- al Horacio “lector de Borges” sin aprender a amar a Borges destartalando con ello antinomias ultra-sencillas en literatura. O con festejar que Horacio apele, solitario de toda soledad-inmediatamente luego de la muerte de Kirchner- a la muerte de Ferreyra sin incomodarse un poco, aunque sea, con la promoción de un juvenilismo desdramatizado. O con disfrutar su artículo sobre Félix Díaz sin tomar en serio las dinámicas de fondo que llevan a involucrar esferas oficiales en episodios de violencia contra formas comunitarias de existencia, a veces (no siempre) demasiado alejadas de Buenos Aires. O con leer su intervención sobre los asuntos del Indoamericano sin indignarse con cierta astucia gubernamental (justo cuando 6, 7 y 8 se esfuerza por orientar nuestros enojos exclusivamente con gente como Caparrós y Tenembaun).

Va de suyo que la polémica de Horacio contra Vargas es digna, “histórica” si se quiere, y cuenta con nuestras más desinteresadas adhesiones. Pero estimo que sería de una enorme pobreza dejar pasar por alto lo fundamental del tono de las intervenciones de Horacio: la carga de sutil ironía como modo de asumir las verdades (también las más oscuras) de estos tiempos: descansando menos en los lugares comunes y exigiendo siempre más complejidad, incluso (o sobre todo) a lo que se considera como el propio campo. 

Sobre todo en este gesto que lleva su firma reconozco el tono de su linaje militante. Soy de los que no se entusiasma así nomás con la supuesta revitalización de una tradición del pensamiento (o canon) así llamado “nacional”. En partes porque descreo de su presunta vitalidad y en parte porque le veo demasiados puentes con la tradición liberal (como el estatismo acrítico y la confianza de que la economía de mercado controlada se “abuena”, como si estado y mercado fuesen dos substancias a dosificar, y no a revisar en su propia naturaleza). Un poco lo que dijo, sintético, Eduardo Rinesi durante el encuentro convocado por Carta Abierta en la feria -el día 23 abril, reproducido por página 12-: se es “libre en el Estado y gracias al Estado.

No creo que la Argentina se resuma o se resuelva en una batalla entre ambos contendientes y, por tanto, veo en Horacio menos un exponente de una de estas tradiciones (digo todo esto a pesar suyo, desde ya, aunque en su libro Horacio describe al canon como “divina inutilidad”) y más una singularidad excepcional del lenguaje (y la lectura). Dicho de otro modo: si él no estuviese entre nosotros hablando y escribiendo no encontraría demasiado motivos para el contacto con el nacionalismo intelectual. Este es un tema para profundizar, pero creo que no somos pocos los admiradores de Horacio más sensible a componer con diferentes trayectos libertarios nuestra propia “tradición” (otorgando a figuras como Cooke y Viñas –cada vez mas centrales en sus propios afectos- sitios bien destacados). Más que oponer una cultura “nacional” a otra “global” (o bien “liberal” o directamente colonial), quizás debiéramos adoptar el camino de León Rozitchner (otro destacable): se trata de pensar a partir de la propia situación (que siempre es entre otras cosas, pero no solo, “nacional”) para proyectar desde allí nuevos tonos y tensiones a lo global-concreto, complejo.  

Discutir con Horacio no es tarea sencilla, y no creo que la discusión más interesante que valga la pena tener con él sea sobre el kirhchnerismo (como cierta lectura de su libro podría hacer creer). Por lo mismo que el kirchnerismo es para él un conjunto de signos convocantes a reactivar linajes democráticos y libertarios, a crear lenguajes para nombrar lo innombrable de un pueblo que no se totaliza a sí mismo y un estado general de debate (aunque con tendencias a convertirse en un debate entre intelectuales), no encuentro razones de peso para priorizar su preocupada reflexión sobre las razones que encuentra para sostener su “creencia” en Kirchner por sobre todo aquello realmente importante que Horacio percibe como constituyendo una oportunidad efectiva de apertura y replanteo.  

Por mi parte, propondría al menos estos tres aspectos para comenzar (alguna vez tendrá que ser) la amigable tarea: tomaría en serio su propia dialéctica hacia el otro, su borgismo (descubrir hasta qué punto es el otro el que lleva la razón, o lo que el llama “argumentación generosa”), que lo resitúa (en el mejor de los casos) en el límite exterior que el kirchnerismo contiene; señalaría también toda exageración nostálgica del intelectual universal como héroe político y, por último, pondría en tela de juicio la supuesta alteridad radical que la izquierda nacional cree tener respecto de la tradición liberal.

Diego Sztulwark