Populismo de Palermo



El populismo es, crease o no, un sistema de “equivalencias” que expulsan de su interior un “exterior radical”. Al menos así lo presentan las filosofías que actualmente lo proyectan como un concepto positivo, noble e incluso sofisticado (Laclau). Esta formulación lógica (lógica “sin historia”, diríamos si tuviéramos ahora tiempo para desarrollar este filón crítico) conlleva la siguiente traducción al mundo de la política: el populismo trata de un conjunto de demandas que el sistema político no logra (por el motivo que fuera) satisfacer. La imagen es clara. El estado liberal –cuando y donde funcionan - trata por separado a cada demanda, y las va satisfaciendo de modo considerable. Cuando (y donde) dicha dinámica se frustra, cuando resulta insuficiente para alcanzar dicha satisfacción, se sobre-acumulan demandas, y una parte de la población queda disponible para nuevos procesos de identificación. Es la hora del populismo, que surge de enlazar dichas demandas en una serie de equivalencias (o mutua referencialidad horizontal) en busca de una consigna unificadora, y de un líder capaz de darles consistencia, gravitación e incluso aptitud para el antagonismo político. Esto, cuando ocurre en un país, se llama “populismo”. Cuando ese país es latinoamericano, se llama “populismo de izquierda” (a diferencia de lo que ocurre, por caso, en Europa, en donde el liberalismo es más logrado y el populismo amenaza como monstruosidad del pueblo).  Y bien, ¿cuál es el objetivo del populismo? Crear un sistema en que las demandas sean por fin satisfechas, por fuera del antiguo régimen que las desconocía. Es decir, volver innecesario –inactual por exitoso- nuevos cruces transversales de demandas, ahora satisfechas. El buen populismo victorioso, se entiende fácil, conduce a un tipo liberalismo “serio”, de esos que en la región suenan a mera utopía.  


El problema del populismo es menos su silenciosa y disimulada oferta de un liberalismo “serio” (capaz de confrontar contra el liberalismo realmente existente) sino el formalismo que lo produce como concepto y representación operante licuando todo lo que en el movimiento antagonista real hay de exceso, de posibilidad y de radicalidad en pos de un esquema desvitalizado, repetitivo e irreal. Hay algo en este formalismo que suena a fracaso antes de tiempo. Suena a equipo no se afirmará en la cancha, que jugará con puros esquemas en la cabeza, sin la garra que da el engarce, suena a equipo con la cabeza en las nubes y sin los pies en la tierra, es decir, a mucha distancia del balón. Suena, en definitiva, a que las condiciones efectivas para la gambeta, el encare y la unión mágica de la astucia, la fuerza y el humor que nos llevan a lo sublime futbolero será nuevamente hipotecado en nombre de alguna imagen simplona y muy poco “satisfactoria” de nuestras demandas, largamente desoídas.
Se trata, ciertamente, de un problema de traducción. Al aceptar que nuestras aspiraciones sean dispuestas como “demandas” ya hemos perdido la sed y el corazón. Ya encerraditos en el esquema de pizarrón sabemos lo que podemos esperar. Lo único real frente al pizarrón, como decía un amigo, es el polvito que cae tras la tiza rota.
Ese residuo o resto revela una verdad: las traducciones simbólicas impecables son estafas. Demandan de nosotros esfuerzo fisiológico concreto, un matrimonio (perdón por malograr palabras “divinas”) entre neurona y afecto, para devolvernos un clon, una copia sin falla y sin vida de lo vivo mismo.
Así funciona la cosa. Así funcionan los razonamientos estetizantes en torno el populismo: desangelando lo real. Pero así funcionan también ciertos mercados. ¿O no sabemos cómo funciona, por caso, la dinámica urbana llamada palermización? Extendida a una significativa porción de la ciudad (Villa crespo, Colegiales, Belgrano), tal “palermización” quiere decir eso: puesta en equivalencia puramente esquematizada de todo aquello que nacido de la vida y la creación de valores  para ser repuesto como belleza-mercancía a buen precio, excluyendo, de modo radical, los pelos y señales que necesariamente lo contaminaban en su origen vivo. Devolución abstracta y espectacular de todo eso que en su origen conlleva la marca de biografías surcadas por el trabajo, el goce popular y hasta de las derrotadas vanguardias políticas del pasado. Ropa “boliviana”, bares con “onda” (de viejos cafés izquierdistas), etc.
Las teorías del populismo, que hablan de “demandas” y “articulaciones” operan en el mismo nivel de abstracción de las singularidades, que las tiendas de la palermización.
La cosa no sería gravosa fuera del círculo estimado en un medio millón de personas que se acomodan entre la dinámica de la palermización y los textos “a la” Laclau. Sin embargo, algo de esa dinámica se ha vuelto ideología expansiva los últimos tiempos, hasta penetrar incluso las hebras más hondas de la sensibilidad.  El último mundial de fútbol que acaba de concluir con más penas que glorias –salvo para la gallegos, y para la gloriosa Celeste- da muestras de ello. Sobre todo cuando reparamos en el actuación del gran “narrador” gesticulante de nuestro presente (como se ha referido a Maradona cierta nueva sociología del fútbol llevada adelante por un tal Pablo Alabarces), generador único de singularidades tanto fubolísticas como lingüísticas, pero proclive a dilapidar esa magnífica capacidad fabulante, apostando a pobres mitologías.
Sobre la merecida e imprescindible presencia de Maradona en nuestro Panteón no hace falta detenerse.  Pero al mismo tiempo debemos señalar –corriendo los riesgos de colocarnos en contra a todo el populismo de Palermo- que no todo en él ha sido mágico en este mundial. O, mejor, que no toda su magia estuvo al servicio de narrar una argentina emancipada. Y no me refiero al sistema táctico utilizado en el partido contra Alemania, o a la frustrada participación de Riquelme en el seleccionado, sino a un gesto muy concreto. Faltando minutos para finalizar el partido contra Grecia, Maradona discute con Enrique y Mancuso y, contra la opinión de estos, propone al “loco” de Palermo, quien llega a entrar en contacto dos veces con la pelota. En una primera acción, se trata de una media vuelta absolutamente carente de gracia, cargada de un destrato único y característico del esférico, pifiando el tiro de modo grosero. La segunda jugada, empujada por la fuerza mitológica del narrador, la bocha entra. 
Al terminar el partido, Diego dice que le dijo a Palermo antes de entrar a la cancha: “definímelo”. Frase magnífica pero mal puesta ante un partido fácil y ya ganado. Este gesto resulta completamente impensado en un partido riesgoso.
Maradona es un creador de mitos. Buena parte de los gestos que hacen hoy a nuestra argentinidad llevan su marca. El “afecto imitatio” a que nos hemos entregado con él, como pueblo, nos ha enaltecido casi siempre (tanto en aquellos episodios futboleros del 86 como en los gestos de rebeldía del año 90) ante el resto del mundo.  Con el Diego hemos expuesto, a los ojos de un planeta entero, la cualidad única del gambeteador trágico, del guerrero danzarín, de una idea digna de la nación sumergida, y un uso no menos original y creativo de la lengua. En la cancha y fuera de ella el Diego inventa expresiones, hace vibrar, destruye el estereotipo y traiciona al sistema de lo previsible. Cuando tal capacidad crea “mística”, imaginando todos que algo de esa magia pueda ser compartida rozamos un algo de felicidad. Con sus oscilaciones, el maradonismo ha sabido rebelarse a los esquemas, escapar a las redes de con los que siempre intentaron pescarlo los oportunistas y poderosos de turno (No hace falta que nos extendamos sobre el modo en que Macri ha capitalizado estas circunstancias). Sería una pena, y no sólo una ilustración de triste pregnancia las ideologías de época, que esa capacidad de singularidad sea reducida a mero populismo de Palermo.
Gloria Ivanna Choa